jueves, 24 de noviembre de 2011

Radionovelas.

Quizás pocas cosas incentivaron tanto mi imaginación infantil como la radio. Los domingos por la tarde escuchaba los partidos de fútbol desde temprano hasta que ya no había más remedio. Me acostaba en mi cama en plena siesta provinciana, colocaba la radio debajo de la almohada y palpitaba cada jugada como si en cualquier momento me fueran a pasar la pelota. Mis conocimientos básicos de electrónica me llevaron a colgar un parlante o altavoz del elástico metálico de la cama y conectarlo a la radio rústica e incómoda que me hacía doler la oreja. Así, el sonido del relator se esparcía por todo el colchón y era como estar en la misma cabina de transmisión. Jamás olvidaré un partido de Racing y San Lorenzo en 1972. San Lorenzo iba para campeón y Racing era el único que podría alcanzarlo. Aquella tarde iba ganando Racing 1 - 0 y pitaron penalty para San Lorenzo. Fillol era por entonces el portero de Racing. En los escasos minutos que tardó en lanzarse di mil vueltas en la cama buscando la posición que ayudara al Pato a atajar aquel disparo. Fue inútil. Gol. Supe por las fotos de El Gráfico tres días más tarde que la pelota había ido para el otro palo. Terminó 1 a 1 y San Lorenzo fue campeón aquel año, con Racing segundo.

Pero cuando no había fútbol una actividad no menos apasionante nos enganchaba a la radio todos los días, salvo el fin de semana: Las radionovelas. Se anunciaban a todo volumen con una frase herética para el interior argentino: "¡¡¡Que nadie duerma la siestaaaaaa....!!!" El presentador tenía claro que su mayor enemigo no era la actividad cotidiana ni las preocupaciones de sus oyentes, sino la santa y sagrada siesta cordobesa. Para mayor contraste, la advertencia se emitía con música de fanfarria justo después de la información necrológica.

En mi familia las radionovelas se escuchaban en la cocina. Recuerdo el olor a plástico del hule de la mesa recién levantada luego del almuerzo, la cocina recogida, el piso húmedo y la radio ocupando la cabecera. Afuera el sol provinciano del verano rastreaba sobrevivientes, y detrás de una puerta de madera y cortina para las moscas seguíamos con pasión las tragedias de aquellos personajes que yo quería creer reales. Me preguntaba en silencio qué harían esas gentes cuando terminara el programa. Si seguirían ocurriendo las cosas según nos las estaban contando o se quedarían quietos, congelados para vivir sólo cuando los micrófonos estuviesen abiertos. Los ruidos de pasos, de puertas que se cierran, los efectos de cada uno de los movimientos estaban tan logrados que uno podía pensar que estaba escuchando a los vecinos.

Algunas veces la emisión me pillaba en casa de mis abuelos, donde la siesta era imposición estival por necesidad, salvo en la época de las radionovelas. Las veces que mi abuelo no dormía teníamos que jugar a las cartas en silencio porque mi abuela y mi tía, "la Kika", seguían atentas a la historia radiofónica. Disimuladamente yo participaba de su interés, porque no estaba bien visto que un varón se entretuviera en esas cosas. "La" Kika hacía unos filetes a la plancha con puré de patatas únicos, y resulta imposible para mi memoria no asociar el olor de la plancha aún tibia con la radio a todo volumen, porque mi abuelo era medio sordo, de lo cual se deduce que aunque él no lo reconociera también estaba atento al sesudo asunto.

No recuerdo ninguna historia de aquellas novelas. Ni un nombre, ni un lugar donde se desarrollaba cada una ni quiénes eran los actores. Sólo recuerdo las sensaciones que me transmitía el hecho de estar todos en silencio pendientes de esas vidas ficticias y algunos juicios de las mujeres de la familia. "Hoy estuvo lindo, no sé para qué le dijo que sí, está interesante, no me gustó o a ver qué pasa mañana" eran comentarios habituales que se intercambiaban al acabar el capítulo y antes de sonar la música que anunciaban las noticias, programa que por cierto en mi casa se llamaba con el indudable nombre de "el noticioso".

Hoy ya no escuchamos radionovelas. Nos buscamos un sofá amigo, un momento justo y nos programamos una película. Al menos en mi caso eso también ha tenido y tiene su encanto, pero es más cercano, más cotidiano, hasta el punto de poder repetirlo en cualquier momento. Las radionovelas ya no están, y si estuvieran no me producirían las mismas sensaciones. No vería el mundo desde mis diez años ni mis padres, mi tía o mis abuelos estarían allí para pedirme que me quede quieto y callado. Quizás por eso me gusta tanto la película de Woody Allen, Días de Radio. La he visto mil veces y la atmósfera que reina en el hogar no dista mucho de la que había en la mía, decorados aparte. Además, ahora soy yo el que le pide a los demás que se queden quietos y callados.

Dentro de unos años seguramente se superpondrán aquellos momentos de las radionovelas con las vivencias de hoy al ver una película o una serie de televisión. Sólo espero seguir teniendo todo lo necesario para seguir disfrutando de los recuerdos futuros que hoy estoy sembrando, sin perder ni uno solo de los que ya tengo almacenados.

Y, fundamentalmente, tener con quién compartirlos.... en plena siesta.

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