martes, 29 de noviembre de 2011

Contra tiempo.

Mi relación con los bancos empezó desde la adolescencia. Con doce o trece años ayudaba a mis padres a realizar modestos ingresos en las sufridas cuentas, pagaba algunos recibos y hacía guardia en aquellas colas interminables cuando todos los trámites eran lentos, engorrosos y requerían el consentimiento de tres o cuatro empleados. Los finales de cada mes y las vísperas de los festivos era especialmente tedioso realizar cualquier operación. En esos días especiales acompañaba a mi padre al recorrido bancario, y mientras él trataba de aprovecharse de alguna amistad para ganar tiempo, yo esperaba en otra cola y guardaba el lugar si se trataba de alguna cuestión más o menos compleja que no podía resolver yo mismo, o bien simplemente pagaba lo que tenía que pagar y atravesaba el laberinto de gente en dirección a la salida para encontrarme con él o bien volver a casa. Alguna vez me asaltó el pánico pensando que llegaría mi turno y mi padre no estaría allí para hacer lo que tenía que hacer, que me robarían el dinero, que perdería los recibos o que simplemente el cajero me ignoraría y perdería mi turno.

En uno de aquellos bancos siempre nos poníamos en la misma ventanilla, en la de un cajero que era amigo de mi padre desde hacía algunos años. Diré que se llamaba Ricardo advirtiendo que no tienen porqué creerme. Allí realizaba los ingresos más grandes o cobraba algún cheque de determinada importancia, ya que la confianza que tenía mi padre en él le daba cierta libertad para moverse y realizar otras gestiones mientras yo permanecía en aquel punto. Según fui creciendo y tomando las riendas de estos asuntos, me fui haciendo amigo de Ricardo y no realizaba ninguna operación sin que comentásemos algunas cuestiones personales o familiares de escasa importancia. Deduje que era soltero y que vivía solo en la otra punta de la ciudad, pero nunca le pregunté nada al respecto. Tenía la misma edad de mi padre, pero poseía unos gestos y modales de hombre experimentado que vistos desde mi perspectiva transmitían sensación de persona culta, con muchos estudios, desperdiciada en un puesto de demasiada responsabilidad para su escaso reconocimiento. Sin embargo, no se le detectaba frustración alguna y en general estaba de buen humor, en contraste con el resto de cajeros de aquel banco gris y deprimente.

Nunca lo vi en la calle y muy pocas veces fuera de su puesto de trabajo. Parecía anclado a una banqueta hecha a su medida y siempre tuvo conmigo un trato preferencial y de amistoso respeto. No estuvo en el funeral de mi padre, pero con unas palabras que no recuerdo me dio su pésame en la misma ventanilla de siempre sin dejar de maniobrar un roñoso fajo de billetes de escaso valor. Luego de aquello, durante cinco o seis años seguí yendo a realizar todas las operaciones del banco con él. Con el paso del tiempo el sistema bancario se fue modernizando (a su manera), agilizando algunas cuestiones básicas como la del pago de impuestos o ingresos en cuenta, lo que de alguna manera acortó nuestras conversaciones a través de los cristales. Siendo que tenía la misma edad que mi padre, me imaginaba cómo habría sido él de haber seguido viviendo, tomando como referencia el paso del tiempo a través de Ricardo.

En 1990 nos fuimos de nuestra ciudad de siempre a buscar fortuna en España. Ocho años y medio más tarde volvimos, y una tarde diciembre del 98 fui a pagar unos impuestos que tenía atrasados al banco de toda la vida. Automáticamente me dirigí a la ventanilla de Ricardo, y según me iba acercando me pareció que no era él sino su hermano menor. Sin embargo, una vez allí me reconoció enseguida y me saludó efusivamente sacando la mano por el agujero del cristal y apretándola como si quisiera que lo rescatase de allí. Después de las clásicas preguntas sobre mi retorno, de cómo estaba mi familia, mi madre, cómo había ido la cosa fuera, en cuanto pude indagar empecé por decirle que lo veía increíblemente joven y que me recordaba al mismo Ricardo que había conocido con dieciocho o diecinueve años. Si bien nunca fui muy bueno para calcular la edad de la gente, aquel Ricardo estaba más próximo a mis treinta y seis años que a los cincuenta y nueve que hubiera tenido mi padre por aquel entonces. Con un manotazo distraído apartó la pregunta en pleno vuelo y utilizó una excusa trivial para cambiar de tema. El trajín de clientes de aquel día no me permitió hablar de nada más, y cumpliendo mis deberes de contribuyente me fui del banco sin dejar de darle vueltas a la cabeza acerca del fabuloso estado de forma de Ricardo.
Una semana después, pasada la Navidad, volví al banco nuevamente a realizar otro pago -la historia de mi vida- y lógicamente encaré a Ricardo. Además, pasado el barullo de la fiesta navideña, la mañana estaba desahogada. Otra vez los saludos, otras preguntas algo más pausadas, y volví a la carga con el tema de su asombroso estado, revolviendo dentro de sus ojos con mi mirada y mis palabras para ver si conseguía conocer el secreto. No sé con qué frase ni en qué momento pareció quebrarse, bajó la cabeza, suspiró, y me dijo si quería ir a tomar un café. Tardé unos segundos en reaccionar, pero mi instinto cafetero contestó que sí inmediatamente por mí, y antes de darme cuenta estaba sentado en una mesa de madera amarga en el bar que sobrevivía frente al banco.

Soltamos cuatro o cinco frases de compromiso y en verdad no podía concentrarme ni en lo yo que preguntaba ni en lo que él me decía si no tenía nada que ver con mis dudas sobre su aspecto. Luego de una pausa que sirvió de punto y aparte a las trivialidades que veníamos diciendo, se echó para atrás en la silla, apoyó un brazo en el respaldar y dejó el otro estirado sobre la mesa. Miraba distraído unos granitos de azúcar que se esmeraba en entrenar con el dedo índice, y cuando por fin se decidió a hablar fue para decirme lo siguiente:

“Hace muchos años, me encontré con un tipo al que ya había conocido anteriormente y que parecía no envejecer. Me contó lo mismo que voy a contarte ahora.

El primer sujeto que consiguió dominar el fuego recibió un don muy especial. Le fue concedida la posibilidad de envejecer hasta los cincuenta años y luego retroceder hasta los veinticinco, para luego volver a llegar hasta los cincuenta, volver atrás, y así sucesivamente hasta que realizase el rito que anula el don o, mejor dicho, lo pasa a otra persona. Se sabe que la idea inicial era que ese individuo viviera y viajara lo suficiente como para difundir sus conocimientos. Se ignora, por el contrario, qué o quién le concedió este don pero es lícito suponer que ha muerto.”

Hizo una pausa que empleó en tantear mi estado de ánimo, que en verdad era de simple y pura expectación. Frente a la ausencia de objeciones o dudas, continuó.

“Llevo viviendo así desde hace mucho tiempo. Llegué aquí en 1940, con cuarenta y nueve años, huyendo de otras ciudades en las que todo el mundo empezaba a sospechar acerca de mi rejuvenecimiento. Cada ciertos años tengo que mudarme, cambiar de vida y volver a empezar para evitar problemas. Vi crecer a tu padre mientras yo me iba haciendo más joven pero nunca me acerqué a él hasta que yo cumplí los veinticinco años el mismo año que él, allá por 1964. Nos conocimos en las clases de acordeón a las que los dos íbamos. Nos llevábamos muy bien. Poco después empecé a trabajar en el banco y seguimos viéndonos. Cuando empezaste a venir me dejó un poco a cargo de tus miedos de novato. Y luego tomaste las riendas de los negocios y seguiste viniendo, fuimos hablando de todas las cosas y seguías viéndome como amigo de tu padre, con su edad, sus costumbres, sus ideas. Cuando te fuiste sentí cierto alivio, porque no sospecharías nada de lo que ahora estás viendo y no tendría que darte ninguna explicación.

En 1989 cumplí -una vez más- cincuenta años, y desde allí comencé a retroceder, a rejuvenecer hasta los 25. Hoy tengo teóricamente cuarenta y un años. No me preguntes cuántos llevo vividos de verdad, pero son muchos más de los que desearía. No sabes lo horrible que es esto. Sólo puedo realmente vivir cuando voy aumentando la edad, pero cuando voy hacia atrás tengo que esconderme, maquillarme para no cambiar demasiado y que los demás no se den cuenta. He visto cosas que son para volverse loco, pero he aprendido un truco para olvidar, para que los recuerdos no me torturen. Por lo que me sé, todos tienen un mecanismo similar almacenado en algún lugar de la mente y hay determinadas acciones que lo activan. En mi caso consiste en contar. Por eso trabajo en el banco y no quiero salir de ahí, hasta que no se note demasiado que algo no va bien. Cuento billetes. Los cuento, los recuento, los vuelvo a contar, y los ordeno por su numeración, para seguir contando.

Este don, que yo ahora creo que es una maldición, puede transmitirse a otra persona y así uno queda liberado, retoma el ritmo normal de crecimiento y un día u otro acaba muriendo.”

Entonces se lo pregunté. Le pregunté cómo se transmitía el don, el hechizo o la maldición.

“Se transmite contando la verdad. Contando esta historia que acabo de contarte. Ahora, ya tienes el don y empezará a hacer efecto el día que cumplas cincuenta años. Tienes tiempo de encontrar un mecanismo para olvidar. Y para librarte del hechizo, basta con que se lo cuentes a alguien. Yo, a partir de ahora, empiezo a morir.”

Aprovechó mi perplejidad para irse. Ni siquiera supe hacia dónde. Cuando reaccioné pagué los cafés y crucé la calle. Entré al banco y en la ventanilla de siempre no estaba Ricardo, y supe luego que nunca más volvió. Que desapareció sin dejar rastro.

No sé qué edad tendrá Ricardo en su rostro hoy. Si hubiera seguido envejeciendo como mi padre debería tener setenta y dos años. Quizás haya encontrado ya su descanso. En cuanto a mí, me encuentro a seis meses de cumplir cincuenta años que es cuando el don, el hechizo o lo que sea empezaría a funcionar, a hacer efecto.

Recién a partir de ese momento sabré si me encamino hacia mi muerte o hacia mi nacimiento. Salvo que el hecho de escribirlo hoy aquí y que alguien lo lea en algún momento haya desactivado la maldición y la haya transmitido a todos los que han llegado hasta esta última línea.

¿Ya has hecho tus cuentas...?

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