sábado, 1 de febrero de 2014

Musicoterapia


Despecho

Me lo habían advertido.

En el fondo la culpa es mía por hacerme ilusiones. Una siempre cree que los de fuera opinan así porque no conocen la realidad del que está dentro, que les faltan datos, información. Y una tiende a creer que lo sabe todo, que sabemos lo que demás saben y además muchas otras cosas de las cuales ellos no tienen ni idea y que sólo podrían darnos la razón si estuvieran en nuestro lugar. Y por supuesto una tiene que tomar sus propias decisiones de acuerdo a lo que siente y piensa y no por lo que sienten y piensan los demás. Pero ahora, visto en perspectiva y objetivamente, puedo entender porqué los demás opinaban así aunque ellos nunca entenderán por qué yo pensaba otra cosa. Y es curioso, porque yo también creo que los demás están equivocados en ciertas cosas pero ellos siguen en sus trece. Si esperaban de mí decisiones diferentes a las que tomé no parecen darme ejemplo práctico de cómo hacerlo.

Convengamos que era difícil no engañarse al principio. Nos conocimos en aquella tienda en la que ambos estábamos con nuestras mejores galas. Es más, creo que yo estaba mejor que nunca. Ahora que lo pienso, creo que nunca estuve mejor. Tarde vengo a notarlo. Pero bueno... a lo que iba... Salimos juntos aquel día, recorrimos la peatonal siempre de la mano, llegamos a su casa y sin que me dijera nada me sentí la reina, la estrella. Ocupé el centro de la escena con tanta naturalidad que el recién llegado parecía ser él, no yo. La casa, sus cosas, su vida en definitiva, me observaban en silencio. Un silencio a través del cual todos estudiaban mis gestos con disimulada expectación.

Siempre fui muy discreta y tranquila, así que los primeros momentos no fueron tensos ni incómodos. A los pocos días nos preparamos para el primer viaje y allí supe -creí saber digo ahora- cuán importante era yo en su vida. Puso lo mejor de sí mismo en mis manos y arreó con todo lo que pudiera necesitar por si nunca más volvía. Tuve la sensación de que nos íbamos al fin del mundo para siempre. Penosamente, yo estaba más entusiasmada que él. El ritmo frenético que ponía en los preparativos los interpreté como de euforia cuando en realidad eran los gestos enérgicos y disgustados del que tiene que evacuar su hogar. Pero yo estaba en mi mundo, en mis sensaciones, y acomodaba el paisaje a mis ojos. Supe después que el silencio de la casa era el de quien se resigna ante la tozudez del que no quiere ver la verdad.

La primera parte del viaje fue normal, en el sentido aséptico del término. Sin pena ni gloria, como decían en mi casa, para no usar una palabra que aún hoy suena a sala de operaciones. Pero luego, cuando viajamos separados no supe qué pensar. Yo por una puerta, él por otra. Al menos hice el recorrido en buena compañía. Alguna gente con mucha experiencia y otras que, como yo, iniciaban una nueva vida. Pero el no ir juntos fue un pinchacito suave que si bien no dolió, sorprendió. Y para colmo la pequeña sí que fue con él. Supuse que me quedaba aparte por falta de disponibilidad. Ya sabemos cómo son estos viajes internacionales. Cuando al bajar del avión nos reencontramos sentí más felicidad que la primera vez que nos vimos. Es lo que tiene el no tener nada que perder. No se siente angustia. Pero una vez que consigues algo, por mínimo que sea, su ausencia deja un hueco mayor que el que en realidad ocupaba, porque hay muchas cosas accesorias o complementarias giran en torno a esa persona o a ese sentimiento y de las cuales no somos completamente conscientes.

En el hotel, el proceso inverso a los preparativos para salir de casa fue mucho más tranquilo. Tuve la impresión de que aquella habitación era el fin del camino. En cierto modo para mí lo fue, porque no salí de allí en el tiempo interminable que nos tocó vivir en aquel lugar. Fui pasando de la excitación a la desilusión con varias escalas de esperanza que renovaban mi fe. Pero finalmente tuve que asimilar que aquel iba a ser mi papel en vista de que ya no había nada para compartir. Su trabajo lo absorbía por completo y yo simplemente tuve que gestionar unas pequeñas cosas de sobra que, de cualquier modo, no cumplían ninguna misión. Daba lo mismo colocarlas en un sitio o en otro. Estaban tan de más como de menos.

Y así caímos en las arenas movedizas de la rutina.

Un día empezamos a movernos. Volvieron los preparativos, el mismo movimiento enérgico de la primera vez pero con diferente atmósfera. ¿Volvíamos o nos íbamos a otro lugar? Todos los viajes son el mismo viaje pero en diferentes etapas y me molestaba no saber en qué punto nos encontrábamos. Otra vez el avión, otra vez la separación, otra vez el reencuentro, pero esta vez con menos felicidad. Y luego otra vez las arenas movedizas. Otros preparativos. Otro viaje. La anestesia de la resignación que lo va ocupando todo, anulando las emociones. Y los comentarios de los demás, los que me advertían que se acercaba el final. Al principio me negaba con vehemencia, incluso con furia. Luego dije que no quería perder tiempo en discusiones inútiles, pero la semilla de la duda estaba plantada. Y él abonaba el terreno con su indiferencia, y perdonen la cursilada.

Y llegó el día.

Fue mi último viaje pero no el suyo. Un retorno a casa con más emotividad que en los anteriores. Pensándolo bien, en cada uno de esos retornos aumentaba su bagaje emocional al mismo tiempo que crecía mi apatía. Es como si mi parte de felicidad se hubiera trasladado para sumarse a la suya. Él cargaba con la ilusión de ambos. Yo con el agotamiento de tantos kilómetros sin un verdadero hogar. Yo estaba cansada. Él seguía a su velocidad de crucero, ajeno a pesadez de ánimo. Y la pequeña siempre cerca, siempre fresca, siempre igual.

Aquella mañana, la última que estuvimos juntos y a una velocidad que le desconocía, vació nuestras vidas de todas las pequeñas cosas sin las cuales no podíamos vivir. Cerró la única puerta que nos unía y me señaló el fin del camino. “Hasta aquí llegamos” dijo, y dio una media vuelta sin remordimientos para irse nunca sabré adónde.

Sí, la culpa es mía por hacerme ilusiones.

Miro a mi alrededor y veo que no soy la única en esta situación. Somos muchos los abandonados, pero creo que nadie tuvo lo que yo tuve. Cómo no iba a hacerme ilusiones. Cómo iba a perder mi derecho a creer que yo era diferente, incluso mejor. Puede que incluso lo haya sido. Hay quien no ha tenido la ocasión ni de saber a qué huele su ropa, de qué están hechos sus momentos de soledad o para qué usa esos artilugios que sólo a él le sirven. Pero si las cosas son como terminan y no como empiezan, hay que reconocer que todos somos iguales porque todos terminamos igual. Porqué iba a ser yo diferente a esa vieja bicicleta, a aquel destartalado televisor o a esa inútil silla, si todos hemos terminado en este maldito trastero.


Me queda el consuelo de que aquí, al menos, soy la única maleta.