miércoles, 2 de noviembre de 2011

Mi abuelo.

De gestos breves y voz suave, se acompañaba en sus pensamientos con un silbido que emulaba una canción que nunca nadie conoció. Mi madre y mis tías -sus hijas- contaban que en su época de padre de familia por las tardes se sentaba a leer, y que cuando el alboroto de sus juegos de niñas de campo le molestaba, echaba una mirada por encima de sus gafas sin mover la cabeza, que paralizaba la vida instantáneamente. De vez en cuando algún insulto en cocoliche sin destinatario definido encendía todas las alarmas y la familia se escurría en silencio por si acaso la cosa pasaba a mayores, cosa nunca comprobada.

Cuando tomé conciencia de que yo era un nieto y empecé a disfrutarlo en mi niñez de hijo único, él ya navegaba en esa calma de siesta provinciana que sólo poseen los que saben que han cumplido con su deber en la vida. A mis diez años y en sólo una noche me enseñó el más astuto de los juegos de cartas que podemos disfrutar en Argentina, el truco. Por aquel entonces él tenía 71 años y supongo que inconscientemente yo tenía prisa por jugar todas las partidas posibles antes que se le agotara el tiempo. Cada vez que se sentaba yo aparecía con un mazo de cartas mugriento, húmedo y ablandado de tanto barajarse, dispuesto a jugar a lo que fuera, con tal de tenerlo ahí, frente a mí. Escoba, truco, chinchón, siete y medio, brisca, culo sucio o tute eran para nosotros una charla infinita que se desarrollaba en el patio de verano o en la cocina de invierno calentada con estufa a querosén.

Casi sin estudios y con un semianalfetismo hijo de la escasa formación y de su condición de inmigrante italiano, se tuteaba con la física en cada uno de sus experimentos, despertando el asombro en las reuniones familiares de los domingos. Sus ansias por descubrir el porqué de las cosas era insaciable y sus creaciones eran tan simples como efectivas. Tenía un sistema de riego para las plantas de su quinta que era de una eficacia insultante para cualquier ingeniero agrónomo de la época. Y como si eso no fuera poco, semilla que él arrojaba al suelo, daba fruto. Mi madre solía decir que él tenía "manos verdes" por el éxito de sus injertos, trasplantes y todo tipo de experimento con plantas y frutales. Gracias a esa referencia, una noche de enero en pleno verano argentino, aprendí una canción que destrocé con mi guitarra sólo por homenajear en su cumpleaños a aquel hombre que estaba más allá del bien y del mal.  Recuerdo dos líneas del estribillo:

"Italiano, ¿qué misterio hay en tus manos
que cuando tocas la tierra florecen los verdes campos...?".

Mi abuelo murió cuando ya estábamos tomando la decisión de emigrar. Creo que fue una forma de decirnos que ya no se quería ir. Él ya había sido inmigrante y había empezado de cero. Sabía lo que eso quería decir, y sospeché que quiso dejarnos averiguar por nosotros mismos cómo es eso de vivir con la cabeza puesta en el minuto siguiente, porque todo es imprevisible.

Hoy, como él, a miles de kilómetros de todo lo mío y ansioso por saber cada vez más aunque sin su talento para el éxito, he desempolvado unas cartas que ahora fabrican los chinos, las he desparramado sobre la mesa y he mentido un envido. Nadie me ha contestado, pero tengo la certeza de que me hubiera dicho "quiero". Y una vez más me habría ganado.

1 comentario:

  1. Si aquel hombre hubiera dejado un recetario sobre agricultura, quizás le fuera útil a mi papá... si acaso alguno tuviera remedio contra los cambios climáticos.

    Y, lo que tiene hacer promesas, que mirá que se me ocurrió decirle a JJ que aprendería a jugar al truco antes de fabricar nuevos seres humanos. Así que podría agarrarte ese envido al aire...

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