sábado, 26 de noviembre de 2011

Parques y circos.

Cuando comentaba aquel festejo del día de los bomberos voluntarios en mi pueblo, mencioné que el lugar en donde se había desarrollado era un terreno destinado a alojar los parques de atracciones y circos ambulantes que frecuentemente pasaban por mi ciudad.

Aquellos divertimentos que una o dos veces por mes nos visitaban, alteraban un poco la modorra de la rutina con una caravana que anunciaba su llegada, y todos los días un coche recorría la ciudad con sus altavoces de lata, informando de los horarios, funciones y actividades que en cada caso podíamos disfrutar.

Los parques de diversiones generaban una expectativa mayor porque el montaje era más lento y tenía algo de obra de ingeniería, cosa que a los curiosos siempre nos ha llamado la atención. El día de la inauguración era una fiesta de bombillas de colores, música de changa-changa, praliné (garrapiñada de cacahuete) y copos de algodón de azúcar. No había peor cosa para este negocio que la lluvia en general y el viento en particular. Montados sobre aquel terreno de tierra guadaloso, no se sabía si era más insoportable la nube de polvo que se levantaba con las rachas de viento o el barro espeso como una lava luego de un chaparrón. Yo iba siempre con mis padres casi por obligación. Quiero decir, los tres íbamos casi por obligación. Las conversaciones de aquellos días en cualquier lugar del barrio se iniciaba siempre con un "¿Fuiste al parque?". Y claro, había que ir porque todo el mundo iba. Y todos los parques eran iguales hasta el punto de uno llegar a perder la noción de si no estaba reviviendo lo ya vivido.
Mis entretenimientos de infancia eran el gusano loco, la inevitable calesita -tío vivo- y alguna que otra prueba de destreza imposible para mi edad, a la que no obstante mis padres accedían dejarme participar inútilmente sólo para darme el gusto. Recuerdo que en una ocasión mi padre compró unos boletos en una atracción que consistía en arrojar unos aros sobre premios instalados sobre cubos. El aro encajaba casi con lo justo en el cubo, y si uno conseguía colocarlo en su posición conseguía el premio. Yo miraba aquellos objetos con los ojos deslumbrados de quien no estaba habituado a descubrir las baratijas detrás del brillo. Mis padres siempre estuvieron vinculados a los negocios de alimentación, y para mí conseguir un reloj o una calculadora era entonces como ganar un coche hoy en día.

La compra de un boleto daba derecho a arrojar tres aros. Mi madre arrojó el primero hacia un objetivo que consideró más fácil por su proximidad, con nula fortuna. El segundo el lanzamiento corrió igual mala suerte. Al ver la tensión y la frustración en mi cara me cedió el tercer tiro. No podía defraudarla. Así que me concentré aislándome del ruido infernal de la música a todo volumen y de los gritos del vendedor del puesto, me puse en puntas de pie para ganar posición, y arrojé el aro hacia un reloj de mujer que se burlaba de mí sobre un cubo rojo que hoy recuerdo como ordinario y chusco, pero que mis ojos codiciosos aquella noche veían como un altar. Ni qué decir tiene que el tiro fue fallido. Apreté mi puño y sentí una profunda amargura por haber fracasado y no conseguir aquel espléndido trofeo que podría haberle regalado a mi madre luciéndome de paso ante mi padre. Ellos, por supuesto, no le dieron mayor importancia al asunto pero yo me amargué para el resto de la noche y durante muchos años le guardé un sordo rencor a ese tipo de atracciones que sólo regalan frustraciones.

Hace algo más de un año reviví aquel río de sensaciones desde otra orilla. En la feria de Almería del 2010, algo más avanzada que la de mi infancia, a mi hija pequeña se le antojó un premio que se ganaba reventando tres globos con sendos lanzamientos de dardos. Hice tres o cuatro intentos y siempre faltó un globo por reventar. De hecho, habría salido más barato comprar el premio que intentar conseguirlo superando la prueba, pero allí estaba dentro de mí aquel niño que no consiguió el reloj para su madre tratando de conseguir un gusano de tela de unos dos metros para su hija, como si con ello me convirtiese en su héroe. Afortunadamente mis hijos son más benévolos conmigo de lo que yo soy conmigo mismo y no pocas veces me perdonan aún antes de fallar. Aún así, está claro no sólo no he madurado ni mucho ni bien, sino que además sigo siendo el mismo patoso de siempre. Puede que una cosa tenga que ver con la otra.

Los circos eran otra cosa. Sin duda la atracción principal eran los animales. El día del estreno una caravana de elefantes, leones, monos y unos cuantos malabaristas realizaban el desfile de rigor contaminándolo todo con sus papeles, sus ruidos y su boñiga inédita. Acostumbrados como estábamos a oler animales de campo o domésticos, aquellas cacas de visitantes eran toda una novedad.

Nosotros íbamos los sábados a la noche generalmente, porque los domingos por la tarde era para el descanso del cuerpo y porque se suponía que las noches de los viernes, sábados y festivos el espectáculo era completo y podíamos ver a todas las fieras en acción. Por supuesto... todos los circos también eran iguales. Hasta podíamos pensar que era el mismo circo que cambiaba de nombre al completar una gira. Se anunciaban como procedentes de lugares remotos -Moscú, Berlín, Italia- como sinónimo de calidad. Pero eran de una tristeza de refugiado. Grises y deprimentes, aún para un niño como yo. Recuerdo que no me hacían reír y que ninguno de sus números me asombraba.

Sin embargo, guardo en mi memoria el día en que un acróbata cayó de su monociclo, acaso porque fue la única vez que estuvimos en primera fila y el golpe sonó nítido como si hubiera caído sobre mis zapatos polvorientos. El ejercicio consistía en recorrer una cuerda que estaba elevada un par de metros, montado en un monociclo pequeño e inestable. Al poco de salir de la plataforma se desestabilizó y fue a parar sobre el escenario de madera con un ruido que enmudeció el circo entero. Convengamos que no había mucha gente, pero aún así se heló el aire. Parecía que caía en cámara lenta y que en realidad aquello no estaba ocurriendo. Lejos de acobardarse, el artista se levantó dolorido y subió un par de metros más la cuerda. De alguna parte apareció un nuevo monociclo con el asiento aún más alto que el anterior, y a mí aquello me supo a castigo. Subió pesadamente la escalera, le alcanzaron el monociclo, se sentó en él aferrado a una vara que le sujetaba alguien desde abajo, y se lanzó a recorrer los diez o doce metros de cuerda, supongo que con el espíritu de triunfar o morir. Todos sufríamos pensando en que si se volvía a caer aquello iba a terminar muy mal. Pero no, el malabarista completó el espectáculo y todos aplaudimos más aliviados que festivos, deseando que no volviera a intentar hace algo así.

Años más tarde llegó un circo que presumía de tener un canguro boxeador llamado Federico. Mi madre y mi tía llevaron a mis dos hijos mayores, motivado el segundo especialmente por ser el susodicho canguro tocayo suyo, un hecho anecdótico que justificaba asistencia. Volvieron decepcionados, y creo que no es una cuestión de genes, sino que aún a día de hoy los circos tienen esa atmósfera de pena que nos inspira lástima, y que muchas veces acudimos a ellos sólo para ver si por una vez, sólo por una vez, nos divertimos de verdad.

Parques de diversiones y circos llegan tarde a nuestras vidas. Necesitaríamos ser niños otra vez pero con el apetito de sensaciones de adultos para poder entenderlos y más o menos disfrutarlos. Quizás por eso las norias y todas esas atracciones de vértigos son las favoritas de los adolescentes, quienes aún tienen la energía de la niñez y empiezan a asomarse a la vida adulta con cierta información. En cuanto a mí, sólo me han dejado esos dos recuerdos: La frustración de un premio que nunca conseguí para defender mi honor de niño precoz, y un acróbata accidentado. Valiente, perseverante, pero accidentado.

En esta última línea detecto que me parezco un poco a aquel ciclista golpeado. Pero con una diferencia: Yo ya no puedo subir más la cuerda.

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