viernes, 11 de noviembre de 2011

Infierno en blanco y negro.

Allí están otra vez. Sé que quieren decirme algo pero no descifro el lenguaje, los signos, las palabras. Todas me parecen iguales pero sé que no lo son. De lo contrario no habría tantas líneas, tantas explicaciones, tantas formas de decir lo mismo.

Las miro fijamente. Modifico mi posición. Me pongo a contraluz. Las estudio de lado. Ahora entrecierro los ojos. Me acerdo. Me alejo. Trato de evitar los reflejos. La gente empieza a fijarse en mí a falta de otra distracción. Me dedican una indiferencia de extranjero. Y en cierto modo lo soy. Ellos saben leer estas señales y yo no. Mejor dicho, yo no puedo. Pero nadie me cree. Soy simplemente un bicho raro descifrando lo que para mí es un jeroglífico y para ellos el más claro de los mensajes.

Hace tiempo que dejé de pedir ayuda. Las pocas veces que conseguí alguna respuesta terminé más desorientado todavía, tratando de memorizar cada línea, cada trazo, como si nunca fuera a salir de allí si olvidaba algún dato. Además, la gente en general no se cree del todo que esté preguntando lo que estoy preguntando, y piensan que es una estrategia para otros fines menos decentes, incluso peligrosos. Reconozco que sólo le preguntaba a mujeres porque así tendría la certeza de no ser engañado por otro igual que yo. Pero en mi afán por no ser engañado era tomado por engañador. Así que, como decía, ya no pido ayuda. Voy arreglándomelas como puedo. O como no puedo, para decirlo mejor.

Cuando pienso en todo el tiempo que he perdido recorriendo distancias en vano, por rutas equivocadas hacia destinos inexistentes, me desespero. Me imagino en mi lecho de muerte sacando las cuentas sobre las horas que podría haber aprovechado mejor si no hubiese estado perdido en estas rutas hostiles. Pero, casi inmediatamente combato mi propio fatalismo y me consuelo diciéndome que a lo mejor el desvío involuntario me ha abierto una puerta a nuevas posibilidades. O incluso me ha salvado de algún contratiempo, un accidente, un encuentro indeseado.

Sea como sea, lo cierto es que ya estoy harto de los mapitas de las líneas del metro que no piensan en nosotros, los daltónicos.

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