sábado, 12 de noviembre de 2011

La Yoli.

Por alguna razón que no recuerdo ni justifico, en uno de los recovecos de la adolescencia dejé de llamarla "mamá". A ella no pareció importarle y yo sentí que de alguna manera me incorporaba al universo de los adultos que la llamaban por su nombre de pila, abreviatura cariñosa de Yolanda, como siempre lo había hecho mi padre y con el artículo delante cuando se la mencionaba, tal como corresponde a un ciudadano del interior argentino. Ella, por ser ella, convirtió lo de "la Yoli" en una institución a la que se admira, respeta y ama.

Su catálogo de sufrimientos es tan profundo, tan intenso, que a veces sospecho que atrajo sobre sí todos los males que yo no habría sido ni soy capaz de soportar, incluyendo la pérdida de una hija de tres años y una viudez prematura. En cada golpe se bañaba en silencio en su dolor, en la incertidumbre de un nuevo paisaje teñido de ausencias. Pero su energía musical siempre reaparecía en su voz, en su actividad, en cada desafío que le fuimos poniendo por delante. Porque ella nunca dio guerra pero se apuntó a todas mis batallas y a muchas de las de sus nietos. Valiente, eficaz. Sincera, veraz. Dueña y señora de un optimismo fatalista  que sólo a ella le pertenece. Se embarca con ilusión, navega con incertidumbre, teme el naufragio pero siempre llega a puerto con la alegría de quien acaba de salvar su vida.

Sus ojos evocan los de mi abuelo, quien también pasó las suyas, pero sus suspiros son los de mi abuela, llenos de resignación. Tiene un tono de voz que conquista a quien la escucha, y se comunica con la gente con una facilidad que los entendidos llaman empatía pero que no puede ser otra cosa que magia. Especialista en lo simple, lo sano, lo cotidano, es madre, abuela y compañera de todos los que la conocen y se cobijan en su calidez transparente. Allí donde va, a su alrededor se establece una aureola de reina humilde y fiel, y no puede evitar ser querida sin límite, aún sin proponérselo. Se tutea con estos tiempos con todo éxito y libertad, sin abandonar la esencia de sus años ágiles. Luego de pasar un día con ella uno tiene la sensación de haber degustado una ensalada fresca, nutritiva, sabrosa, moderna, innovadora, inolvidable, sazonada sabiamente con el aroma de lo tradicional.

No habrá nunca nada que pueda hacer para saldar mínimamente alguna de las infinitas deudas que tengo con ella. Todo lo que por ella siento es insuficiente, incluso mezquino. Y sin embargo no podría quererla más. He amortizado malamente algún que otro interés con cuatro nietos maravillosos. Pero he incrementado mi debe estando lejos, aunque sólo físicamente.

Hoy mi madre, la Yoli, es un poco de todos los que estamos con ella de una u otra manera. Llamarla nuevamente "mamá" sería un acto de chulería de mi parte. Y además, ella se merece que la querramos como hijos, nietos o hermanos. No creo que entre todos lleguemos a darle tanto como ella nos dio y nos da a cada uno de nosotros. Pero conociéndola, que estemos juntos en el mismo sentimiento la hará feliz. Y será justo.

Al fin de cuentas, se trata de que recoja lo que ha sembrado.


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