martes, 29 de noviembre de 2011

Musicoterapia.

Contra tiempo.

Mi relación con los bancos empezó desde la adolescencia. Con doce o trece años ayudaba a mis padres a realizar modestos ingresos en las sufridas cuentas, pagaba algunos recibos y hacía guardia en aquellas colas interminables cuando todos los trámites eran lentos, engorrosos y requerían el consentimiento de tres o cuatro empleados. Los finales de cada mes y las vísperas de los festivos era especialmente tedioso realizar cualquier operación. En esos días especiales acompañaba a mi padre al recorrido bancario, y mientras él trataba de aprovecharse de alguna amistad para ganar tiempo, yo esperaba en otra cola y guardaba el lugar si se trataba de alguna cuestión más o menos compleja que no podía resolver yo mismo, o bien simplemente pagaba lo que tenía que pagar y atravesaba el laberinto de gente en dirección a la salida para encontrarme con él o bien volver a casa. Alguna vez me asaltó el pánico pensando que llegaría mi turno y mi padre no estaría allí para hacer lo que tenía que hacer, que me robarían el dinero, que perdería los recibos o que simplemente el cajero me ignoraría y perdería mi turno.

En uno de aquellos bancos siempre nos poníamos en la misma ventanilla, en la de un cajero que era amigo de mi padre desde hacía algunos años. Diré que se llamaba Ricardo advirtiendo que no tienen porqué creerme. Allí realizaba los ingresos más grandes o cobraba algún cheque de determinada importancia, ya que la confianza que tenía mi padre en él le daba cierta libertad para moverse y realizar otras gestiones mientras yo permanecía en aquel punto. Según fui creciendo y tomando las riendas de estos asuntos, me fui haciendo amigo de Ricardo y no realizaba ninguna operación sin que comentásemos algunas cuestiones personales o familiares de escasa importancia. Deduje que era soltero y que vivía solo en la otra punta de la ciudad, pero nunca le pregunté nada al respecto. Tenía la misma edad de mi padre, pero poseía unos gestos y modales de hombre experimentado que vistos desde mi perspectiva transmitían sensación de persona culta, con muchos estudios, desperdiciada en un puesto de demasiada responsabilidad para su escaso reconocimiento. Sin embargo, no se le detectaba frustración alguna y en general estaba de buen humor, en contraste con el resto de cajeros de aquel banco gris y deprimente.

Nunca lo vi en la calle y muy pocas veces fuera de su puesto de trabajo. Parecía anclado a una banqueta hecha a su medida y siempre tuvo conmigo un trato preferencial y de amistoso respeto. No estuvo en el funeral de mi padre, pero con unas palabras que no recuerdo me dio su pésame en la misma ventanilla de siempre sin dejar de maniobrar un roñoso fajo de billetes de escaso valor. Luego de aquello, durante cinco o seis años seguí yendo a realizar todas las operaciones del banco con él. Con el paso del tiempo el sistema bancario se fue modernizando (a su manera), agilizando algunas cuestiones básicas como la del pago de impuestos o ingresos en cuenta, lo que de alguna manera acortó nuestras conversaciones a través de los cristales. Siendo que tenía la misma edad que mi padre, me imaginaba cómo habría sido él de haber seguido viviendo, tomando como referencia el paso del tiempo a través de Ricardo.

En 1990 nos fuimos de nuestra ciudad de siempre a buscar fortuna en España. Ocho años y medio más tarde volvimos, y una tarde diciembre del 98 fui a pagar unos impuestos que tenía atrasados al banco de toda la vida. Automáticamente me dirigí a la ventanilla de Ricardo, y según me iba acercando me pareció que no era él sino su hermano menor. Sin embargo, una vez allí me reconoció enseguida y me saludó efusivamente sacando la mano por el agujero del cristal y apretándola como si quisiera que lo rescatase de allí. Después de las clásicas preguntas sobre mi retorno, de cómo estaba mi familia, mi madre, cómo había ido la cosa fuera, en cuanto pude indagar empecé por decirle que lo veía increíblemente joven y que me recordaba al mismo Ricardo que había conocido con dieciocho o diecinueve años. Si bien nunca fui muy bueno para calcular la edad de la gente, aquel Ricardo estaba más próximo a mis treinta y seis años que a los cincuenta y nueve que hubiera tenido mi padre por aquel entonces. Con un manotazo distraído apartó la pregunta en pleno vuelo y utilizó una excusa trivial para cambiar de tema. El trajín de clientes de aquel día no me permitió hablar de nada más, y cumpliendo mis deberes de contribuyente me fui del banco sin dejar de darle vueltas a la cabeza acerca del fabuloso estado de forma de Ricardo.
Una semana después, pasada la Navidad, volví al banco nuevamente a realizar otro pago -la historia de mi vida- y lógicamente encaré a Ricardo. Además, pasado el barullo de la fiesta navideña, la mañana estaba desahogada. Otra vez los saludos, otras preguntas algo más pausadas, y volví a la carga con el tema de su asombroso estado, revolviendo dentro de sus ojos con mi mirada y mis palabras para ver si conseguía conocer el secreto. No sé con qué frase ni en qué momento pareció quebrarse, bajó la cabeza, suspiró, y me dijo si quería ir a tomar un café. Tardé unos segundos en reaccionar, pero mi instinto cafetero contestó que sí inmediatamente por mí, y antes de darme cuenta estaba sentado en una mesa de madera amarga en el bar que sobrevivía frente al banco.

Soltamos cuatro o cinco frases de compromiso y en verdad no podía concentrarme ni en lo yo que preguntaba ni en lo que él me decía si no tenía nada que ver con mis dudas sobre su aspecto. Luego de una pausa que sirvió de punto y aparte a las trivialidades que veníamos diciendo, se echó para atrás en la silla, apoyó un brazo en el respaldar y dejó el otro estirado sobre la mesa. Miraba distraído unos granitos de azúcar que se esmeraba en entrenar con el dedo índice, y cuando por fin se decidió a hablar fue para decirme lo siguiente:

“Hace muchos años, me encontré con un tipo al que ya había conocido anteriormente y que parecía no envejecer. Me contó lo mismo que voy a contarte ahora.

El primer sujeto que consiguió dominar el fuego recibió un don muy especial. Le fue concedida la posibilidad de envejecer hasta los cincuenta años y luego retroceder hasta los veinticinco, para luego volver a llegar hasta los cincuenta, volver atrás, y así sucesivamente hasta que realizase el rito que anula el don o, mejor dicho, lo pasa a otra persona. Se sabe que la idea inicial era que ese individuo viviera y viajara lo suficiente como para difundir sus conocimientos. Se ignora, por el contrario, qué o quién le concedió este don pero es lícito suponer que ha muerto.”

Hizo una pausa que empleó en tantear mi estado de ánimo, que en verdad era de simple y pura expectación. Frente a la ausencia de objeciones o dudas, continuó.

“Llevo viviendo así desde hace mucho tiempo. Llegué aquí en 1940, con cuarenta y nueve años, huyendo de otras ciudades en las que todo el mundo empezaba a sospechar acerca de mi rejuvenecimiento. Cada ciertos años tengo que mudarme, cambiar de vida y volver a empezar para evitar problemas. Vi crecer a tu padre mientras yo me iba haciendo más joven pero nunca me acerqué a él hasta que yo cumplí los veinticinco años el mismo año que él, allá por 1964. Nos conocimos en las clases de acordeón a las que los dos íbamos. Nos llevábamos muy bien. Poco después empecé a trabajar en el banco y seguimos viéndonos. Cuando empezaste a venir me dejó un poco a cargo de tus miedos de novato. Y luego tomaste las riendas de los negocios y seguiste viniendo, fuimos hablando de todas las cosas y seguías viéndome como amigo de tu padre, con su edad, sus costumbres, sus ideas. Cuando te fuiste sentí cierto alivio, porque no sospecharías nada de lo que ahora estás viendo y no tendría que darte ninguna explicación.

En 1989 cumplí -una vez más- cincuenta años, y desde allí comencé a retroceder, a rejuvenecer hasta los 25. Hoy tengo teóricamente cuarenta y un años. No me preguntes cuántos llevo vividos de verdad, pero son muchos más de los que desearía. No sabes lo horrible que es esto. Sólo puedo realmente vivir cuando voy aumentando la edad, pero cuando voy hacia atrás tengo que esconderme, maquillarme para no cambiar demasiado y que los demás no se den cuenta. He visto cosas que son para volverse loco, pero he aprendido un truco para olvidar, para que los recuerdos no me torturen. Por lo que me sé, todos tienen un mecanismo similar almacenado en algún lugar de la mente y hay determinadas acciones que lo activan. En mi caso consiste en contar. Por eso trabajo en el banco y no quiero salir de ahí, hasta que no se note demasiado que algo no va bien. Cuento billetes. Los cuento, los recuento, los vuelvo a contar, y los ordeno por su numeración, para seguir contando.

Este don, que yo ahora creo que es una maldición, puede transmitirse a otra persona y así uno queda liberado, retoma el ritmo normal de crecimiento y un día u otro acaba muriendo.”

Entonces se lo pregunté. Le pregunté cómo se transmitía el don, el hechizo o la maldición.

“Se transmite contando la verdad. Contando esta historia que acabo de contarte. Ahora, ya tienes el don y empezará a hacer efecto el día que cumplas cincuenta años. Tienes tiempo de encontrar un mecanismo para olvidar. Y para librarte del hechizo, basta con que se lo cuentes a alguien. Yo, a partir de ahora, empiezo a morir.”

Aprovechó mi perplejidad para irse. Ni siquiera supe hacia dónde. Cuando reaccioné pagué los cafés y crucé la calle. Entré al banco y en la ventanilla de siempre no estaba Ricardo, y supe luego que nunca más volvió. Que desapareció sin dejar rastro.

No sé qué edad tendrá Ricardo en su rostro hoy. Si hubiera seguido envejeciendo como mi padre debería tener setenta y dos años. Quizás haya encontrado ya su descanso. En cuanto a mí, me encuentro a seis meses de cumplir cincuenta años que es cuando el don, el hechizo o lo que sea empezaría a funcionar, a hacer efecto.

Recién a partir de ese momento sabré si me encamino hacia mi muerte o hacia mi nacimiento. Salvo que el hecho de escribirlo hoy aquí y que alguien lo lea en algún momento haya desactivado la maldición y la haya transmitido a todos los que han llegado hasta esta última línea.

¿Ya has hecho tus cuentas...?

domingo, 27 de noviembre de 2011

Musicoterapia.

Copiando a los que piensan.

Si un hombre cualquiera, incluso vulgar, supiera narrar su propia vida, escribiría una de las más grandes novelas que jamás se haya escrito.

Hay que vigilar a los ministros que no pueden hacer nada sin dinero y a aquellos que quieren hacerlo todo sólo con dinero.

Cuando yo era chico me decían que cualquiera podía llegar a presidente de la nación. Estoy empezando a creerlo.

El verdadero amigo es aquél que está a tu lado cuando preferiría estar en otra parte.

El arte es la firma de la civilización.

Mira dos veces para ver lo justo. No mires más que una vez para ver lo bello.

La ciencia humana consiste más en destruir errores que en descubrir verdades.

Lo que distingue al hombre de los otros animales son las preocupaciones financieras.

Si quieres conocer el valor del dinero, trata de pedirlo prestado.

Realmente, sólo los padres dominan el arte de educar mal a los hijos.

El hombre comienza en realidad a ser viejo cuando cesa de ser educable.

Es más acertado contener a los niños por honor y ternura, que por el temor y el castigo.

La esperanza es el sueño del hombre despierto.

La guerra vuelve estúpido al vencedor y rencoroso al vencido.

Gracias a la guerra uno no sólo puede morir por sus ideales, sino que incluso puede morir por los ideales de otro.

Muchas veces las leyes son como las telarañas: los insectos pequeños quedan prendidos en ellas; los grandes la rompen.

Proclamo en voz alta la libertad de pensamiento y muera el que no piense como yo.

Cuando era joven leía casi siempre para aprender; hoy, a veces, leo para olvidar.

El recuerdo que deja un libro es más importante que el libro mismo.

Antes de poner en duda el buen juicio de tu mujer, fíjate con quien se ha casado ella.

No es verdad que el matrimonio sea indisoluble. Se disuelve fácilmente en el aburrimiento.

Cásate con un arqueólogo. Cuanto más vieja te hagas, más encantadora te encontrará.

La política es el arte de obtener el dinero de los ricos y el voto de los pobres con el pretexto de proteger a los unos de los otros.

La política es el arte de servirse de los hombres haciéndoles creer que se les sirve a ellos.

Todo hombre es tonto de remate al menos durante cinco minutos al día. La sabiduría consiste en no rebasar el límite.

Lo sabe todo, absolutamente todo. Figúrense lo tonto que será. 

sábado, 26 de noviembre de 2011

Parques y circos.

Cuando comentaba aquel festejo del día de los bomberos voluntarios en mi pueblo, mencioné que el lugar en donde se había desarrollado era un terreno destinado a alojar los parques de atracciones y circos ambulantes que frecuentemente pasaban por mi ciudad.

Aquellos divertimentos que una o dos veces por mes nos visitaban, alteraban un poco la modorra de la rutina con una caravana que anunciaba su llegada, y todos los días un coche recorría la ciudad con sus altavoces de lata, informando de los horarios, funciones y actividades que en cada caso podíamos disfrutar.

Los parques de diversiones generaban una expectativa mayor porque el montaje era más lento y tenía algo de obra de ingeniería, cosa que a los curiosos siempre nos ha llamado la atención. El día de la inauguración era una fiesta de bombillas de colores, música de changa-changa, praliné (garrapiñada de cacahuete) y copos de algodón de azúcar. No había peor cosa para este negocio que la lluvia en general y el viento en particular. Montados sobre aquel terreno de tierra guadaloso, no se sabía si era más insoportable la nube de polvo que se levantaba con las rachas de viento o el barro espeso como una lava luego de un chaparrón. Yo iba siempre con mis padres casi por obligación. Quiero decir, los tres íbamos casi por obligación. Las conversaciones de aquellos días en cualquier lugar del barrio se iniciaba siempre con un "¿Fuiste al parque?". Y claro, había que ir porque todo el mundo iba. Y todos los parques eran iguales hasta el punto de uno llegar a perder la noción de si no estaba reviviendo lo ya vivido.
Mis entretenimientos de infancia eran el gusano loco, la inevitable calesita -tío vivo- y alguna que otra prueba de destreza imposible para mi edad, a la que no obstante mis padres accedían dejarme participar inútilmente sólo para darme el gusto. Recuerdo que en una ocasión mi padre compró unos boletos en una atracción que consistía en arrojar unos aros sobre premios instalados sobre cubos. El aro encajaba casi con lo justo en el cubo, y si uno conseguía colocarlo en su posición conseguía el premio. Yo miraba aquellos objetos con los ojos deslumbrados de quien no estaba habituado a descubrir las baratijas detrás del brillo. Mis padres siempre estuvieron vinculados a los negocios de alimentación, y para mí conseguir un reloj o una calculadora era entonces como ganar un coche hoy en día.

La compra de un boleto daba derecho a arrojar tres aros. Mi madre arrojó el primero hacia un objetivo que consideró más fácil por su proximidad, con nula fortuna. El segundo el lanzamiento corrió igual mala suerte. Al ver la tensión y la frustración en mi cara me cedió el tercer tiro. No podía defraudarla. Así que me concentré aislándome del ruido infernal de la música a todo volumen y de los gritos del vendedor del puesto, me puse en puntas de pie para ganar posición, y arrojé el aro hacia un reloj de mujer que se burlaba de mí sobre un cubo rojo que hoy recuerdo como ordinario y chusco, pero que mis ojos codiciosos aquella noche veían como un altar. Ni qué decir tiene que el tiro fue fallido. Apreté mi puño y sentí una profunda amargura por haber fracasado y no conseguir aquel espléndido trofeo que podría haberle regalado a mi madre luciéndome de paso ante mi padre. Ellos, por supuesto, no le dieron mayor importancia al asunto pero yo me amargué para el resto de la noche y durante muchos años le guardé un sordo rencor a ese tipo de atracciones que sólo regalan frustraciones.

Hace algo más de un año reviví aquel río de sensaciones desde otra orilla. En la feria de Almería del 2010, algo más avanzada que la de mi infancia, a mi hija pequeña se le antojó un premio que se ganaba reventando tres globos con sendos lanzamientos de dardos. Hice tres o cuatro intentos y siempre faltó un globo por reventar. De hecho, habría salido más barato comprar el premio que intentar conseguirlo superando la prueba, pero allí estaba dentro de mí aquel niño que no consiguió el reloj para su madre tratando de conseguir un gusano de tela de unos dos metros para su hija, como si con ello me convirtiese en su héroe. Afortunadamente mis hijos son más benévolos conmigo de lo que yo soy conmigo mismo y no pocas veces me perdonan aún antes de fallar. Aún así, está claro no sólo no he madurado ni mucho ni bien, sino que además sigo siendo el mismo patoso de siempre. Puede que una cosa tenga que ver con la otra.

Los circos eran otra cosa. Sin duda la atracción principal eran los animales. El día del estreno una caravana de elefantes, leones, monos y unos cuantos malabaristas realizaban el desfile de rigor contaminándolo todo con sus papeles, sus ruidos y su boñiga inédita. Acostumbrados como estábamos a oler animales de campo o domésticos, aquellas cacas de visitantes eran toda una novedad.

Nosotros íbamos los sábados a la noche generalmente, porque los domingos por la tarde era para el descanso del cuerpo y porque se suponía que las noches de los viernes, sábados y festivos el espectáculo era completo y podíamos ver a todas las fieras en acción. Por supuesto... todos los circos también eran iguales. Hasta podíamos pensar que era el mismo circo que cambiaba de nombre al completar una gira. Se anunciaban como procedentes de lugares remotos -Moscú, Berlín, Italia- como sinónimo de calidad. Pero eran de una tristeza de refugiado. Grises y deprimentes, aún para un niño como yo. Recuerdo que no me hacían reír y que ninguno de sus números me asombraba.

Sin embargo, guardo en mi memoria el día en que un acróbata cayó de su monociclo, acaso porque fue la única vez que estuvimos en primera fila y el golpe sonó nítido como si hubiera caído sobre mis zapatos polvorientos. El ejercicio consistía en recorrer una cuerda que estaba elevada un par de metros, montado en un monociclo pequeño e inestable. Al poco de salir de la plataforma se desestabilizó y fue a parar sobre el escenario de madera con un ruido que enmudeció el circo entero. Convengamos que no había mucha gente, pero aún así se heló el aire. Parecía que caía en cámara lenta y que en realidad aquello no estaba ocurriendo. Lejos de acobardarse, el artista se levantó dolorido y subió un par de metros más la cuerda. De alguna parte apareció un nuevo monociclo con el asiento aún más alto que el anterior, y a mí aquello me supo a castigo. Subió pesadamente la escalera, le alcanzaron el monociclo, se sentó en él aferrado a una vara que le sujetaba alguien desde abajo, y se lanzó a recorrer los diez o doce metros de cuerda, supongo que con el espíritu de triunfar o morir. Todos sufríamos pensando en que si se volvía a caer aquello iba a terminar muy mal. Pero no, el malabarista completó el espectáculo y todos aplaudimos más aliviados que festivos, deseando que no volviera a intentar hace algo así.

Años más tarde llegó un circo que presumía de tener un canguro boxeador llamado Federico. Mi madre y mi tía llevaron a mis dos hijos mayores, motivado el segundo especialmente por ser el susodicho canguro tocayo suyo, un hecho anecdótico que justificaba asistencia. Volvieron decepcionados, y creo que no es una cuestión de genes, sino que aún a día de hoy los circos tienen esa atmósfera de pena que nos inspira lástima, y que muchas veces acudimos a ellos sólo para ver si por una vez, sólo por una vez, nos divertimos de verdad.

Parques de diversiones y circos llegan tarde a nuestras vidas. Necesitaríamos ser niños otra vez pero con el apetito de sensaciones de adultos para poder entenderlos y más o menos disfrutarlos. Quizás por eso las norias y todas esas atracciones de vértigos son las favoritas de los adolescentes, quienes aún tienen la energía de la niñez y empiezan a asomarse a la vida adulta con cierta información. En cuanto a mí, sólo me han dejado esos dos recuerdos: La frustración de un premio que nunca conseguí para defender mi honor de niño precoz, y un acróbata accidentado. Valiente, perseverante, pero accidentado.

En esta última línea detecto que me parezco un poco a aquel ciclista golpeado. Pero con una diferencia: Yo ya no puedo subir más la cuerda.

Enrefranesado.

En boca cerrada cuchillo de palo.

En casa de herrero no entran moscas.

Al que madruga amanece más temprano.

No por mucho madrugar Dios le ayuda.

Ojo por ojo, ojo al cuadrado. Diente por diente, diente al cuadrado.

A buen entendedor puente de plata.

A enemigo que huye sobran las palabras.

Más vale rico y honrado que pobre y deshonesto.

No hay peor sordo que el que no puede ver.

A palabras necias buenas son tortas.

A falta de pan oídos sordos.

Quien siembra vientos empieza por casa.

La caridad bien entendida recoge tempestades.

Mal de muchos, pan y cebolla.

Contigo consuelo de tontos.

No dejes para mañana lo que por bien no venga.

No hay mal que puedas hacer hoy.

El que las hace mal acaba.

Quien mal anda las paga.

A caballo regalado pocas palabras bastan.

A buen entendedor no le mires los dientes.

A cada cerdo no le faltan pulgas.

Al perro flaco le llega su San Martín.

A mal tiempo no hay pan duro.

Cuando hay hambre buena cara.

Quien mucho abarca engorda el ganado.

El ojo del amo poco aprieta.

jueves, 24 de noviembre de 2011

Musicoterapia.

Radionovelas.

Quizás pocas cosas incentivaron tanto mi imaginación infantil como la radio. Los domingos por la tarde escuchaba los partidos de fútbol desde temprano hasta que ya no había más remedio. Me acostaba en mi cama en plena siesta provinciana, colocaba la radio debajo de la almohada y palpitaba cada jugada como si en cualquier momento me fueran a pasar la pelota. Mis conocimientos básicos de electrónica me llevaron a colgar un parlante o altavoz del elástico metálico de la cama y conectarlo a la radio rústica e incómoda que me hacía doler la oreja. Así, el sonido del relator se esparcía por todo el colchón y era como estar en la misma cabina de transmisión. Jamás olvidaré un partido de Racing y San Lorenzo en 1972. San Lorenzo iba para campeón y Racing era el único que podría alcanzarlo. Aquella tarde iba ganando Racing 1 - 0 y pitaron penalty para San Lorenzo. Fillol era por entonces el portero de Racing. En los escasos minutos que tardó en lanzarse di mil vueltas en la cama buscando la posición que ayudara al Pato a atajar aquel disparo. Fue inútil. Gol. Supe por las fotos de El Gráfico tres días más tarde que la pelota había ido para el otro palo. Terminó 1 a 1 y San Lorenzo fue campeón aquel año, con Racing segundo.

Pero cuando no había fútbol una actividad no menos apasionante nos enganchaba a la radio todos los días, salvo el fin de semana: Las radionovelas. Se anunciaban a todo volumen con una frase herética para el interior argentino: "¡¡¡Que nadie duerma la siestaaaaaa....!!!" El presentador tenía claro que su mayor enemigo no era la actividad cotidiana ni las preocupaciones de sus oyentes, sino la santa y sagrada siesta cordobesa. Para mayor contraste, la advertencia se emitía con música de fanfarria justo después de la información necrológica.

En mi familia las radionovelas se escuchaban en la cocina. Recuerdo el olor a plástico del hule de la mesa recién levantada luego del almuerzo, la cocina recogida, el piso húmedo y la radio ocupando la cabecera. Afuera el sol provinciano del verano rastreaba sobrevivientes, y detrás de una puerta de madera y cortina para las moscas seguíamos con pasión las tragedias de aquellos personajes que yo quería creer reales. Me preguntaba en silencio qué harían esas gentes cuando terminara el programa. Si seguirían ocurriendo las cosas según nos las estaban contando o se quedarían quietos, congelados para vivir sólo cuando los micrófonos estuviesen abiertos. Los ruidos de pasos, de puertas que se cierran, los efectos de cada uno de los movimientos estaban tan logrados que uno podía pensar que estaba escuchando a los vecinos.

Algunas veces la emisión me pillaba en casa de mis abuelos, donde la siesta era imposición estival por necesidad, salvo en la época de las radionovelas. Las veces que mi abuelo no dormía teníamos que jugar a las cartas en silencio porque mi abuela y mi tía, "la Kika", seguían atentas a la historia radiofónica. Disimuladamente yo participaba de su interés, porque no estaba bien visto que un varón se entretuviera en esas cosas. "La" Kika hacía unos filetes a la plancha con puré de patatas únicos, y resulta imposible para mi memoria no asociar el olor de la plancha aún tibia con la radio a todo volumen, porque mi abuelo era medio sordo, de lo cual se deduce que aunque él no lo reconociera también estaba atento al sesudo asunto.

No recuerdo ninguna historia de aquellas novelas. Ni un nombre, ni un lugar donde se desarrollaba cada una ni quiénes eran los actores. Sólo recuerdo las sensaciones que me transmitía el hecho de estar todos en silencio pendientes de esas vidas ficticias y algunos juicios de las mujeres de la familia. "Hoy estuvo lindo, no sé para qué le dijo que sí, está interesante, no me gustó o a ver qué pasa mañana" eran comentarios habituales que se intercambiaban al acabar el capítulo y antes de sonar la música que anunciaban las noticias, programa que por cierto en mi casa se llamaba con el indudable nombre de "el noticioso".

Hoy ya no escuchamos radionovelas. Nos buscamos un sofá amigo, un momento justo y nos programamos una película. Al menos en mi caso eso también ha tenido y tiene su encanto, pero es más cercano, más cotidiano, hasta el punto de poder repetirlo en cualquier momento. Las radionovelas ya no están, y si estuvieran no me producirían las mismas sensaciones. No vería el mundo desde mis diez años ni mis padres, mi tía o mis abuelos estarían allí para pedirme que me quede quieto y callado. Quizás por eso me gusta tanto la película de Woody Allen, Días de Radio. La he visto mil veces y la atmósfera que reina en el hogar no dista mucho de la que había en la mía, decorados aparte. Además, ahora soy yo el que le pide a los demás que se queden quietos y callados.

Dentro de unos años seguramente se superpondrán aquellos momentos de las radionovelas con las vivencias de hoy al ver una película o una serie de televisión. Sólo espero seguir teniendo todo lo necesario para seguir disfrutando de los recuerdos futuros que hoy estoy sembrando, sin perder ni uno solo de los que ya tengo almacenados.

Y, fundamentalmente, tener con quién compartirlos.... en plena siesta.

miércoles, 23 de noviembre de 2011

Un amigo fiel.

Silencioso. Casi ausente. Esperabas que yo me acercara para acomodarte a mi estado de ánimo, fuera el que fuera. Contigo he sido ingrato sin llegar a la injusticia, porque entre nosotros no cabía ese valor. Descargaba sobre ti todo el peso de mis días, y esperaba un alivio que en realidad no te correspondía proveerme. Más bien, yo mismo escarbaba entre mis tropiezos para buscar una excusa con la que ir a refugiarme en tu incondicional comprensión.

Siempre listo para ayudarme a llegar donde no podía aún a costa de alguna huella indeseable, para compartir una película, un libro o abandonarnos sin más al sopor del sol de otoño los domingos después de almorzar. Esos días tenías un perfume especial, diferente, como de cocina italiana. Eras familia.

¿Y te acuerdas de aquellas noches de invierno en las que nos abrigábamos como si estuviésemos fuera...? No sé si tu naturaleza o mi incurable nostalgia nos separaban un poco en el verano. Ya sabes, nunca me gustó el calor pero a ti te daba todo igual. Reconozco que te reprochaba esa indiferencia al sudor ajeno, abrazando sin más a quien pasara por allí sin importar su condición. Por lo demás, si hubieras sido exigente yo habría sido el primero en no contar con tu cobijo.

Gracias a ti pude disfrutar de todos mis seres queridos con una intensidad que sólo da la paz. Jugamos a todo con mis niños, hablamos de la vida con mi madre y mi tía-madre, saboreé el destino con mi amor, y nos reímos de lo peor con todo el mundo. En las fiestas, lo mismo estabas en primera línea como te dejabas llevar a un rincón para no incomodar a los que no te conocían y seguramente no se acercarían a ti, por aquella tontería de ser formal aún a costa del confort. Y nunca nos reprochaste nada. Pasado el ruido que alteraba la normalidad, volvías a tu sitio siempre dispuesto a ser el mismo de siempre para nosotros, aún cuando nosotros a cada paso cambiamos.

Tienes que aceptar que algunas veces tenías tus manías y te ponías quisquilloso según quién y cómo te abordaba. Seguramente recordarás que te llevaste más de un disgusto por eso, incluso golpes que no siempre encajaste con buen ánimo, y que tuvimos que ponernos serios contigo. Como suele ocurrir cuando no hay traición la cosa no pasó a mayores pero te dejó marcas, algunas permanentes. Sé que no eres rencoroso, o al menos no lo fuiste con nosotros, conmigo, porque tu fidelidad estaba por delante de cualquier magulladura. Créeme; sufrimos contigo cada herida, cada deformación de tu ánimo, con una intensidad de piel que aún hoy puedes percibir claramente.

Quizás, sólo quizás, estamos unidos hasta en la simetría de nuestras desaveniencias. Tu castigo es cóncavo allí donde nuestro dolor es convexo. Tu brazo es derecho allí donde nuestra necesidad es izquierda. Tu firmeza es única allí donde nuestra debilidad se repite.

Añoro la forma en que me aliviabas la espalda y me recogías el cuello. Siento una nostalgia inservible de la forma en que mis piernas se abandonaban a ti. Y sigo sin explicarme cómo estando contigo nunca me sobró nada, cosa que sí me ocurre por las noches, cuando dando vueltas en mi cama no sé dónde poner el brazo que queda debajo.

Lejos en las horas y la geografía, desde esta grosera posición de ángulo recto, te echo de menos y me pregunto qué será de ti hoy.

Mi lejano, inolvidable y fiel sofá.

lunes, 21 de noviembre de 2011

El Étor.

Se llamaba Héctor, pero la calle tiene su propia ortografía y fonética y desde siempre fue "el Étor". Siendo mi padre, en mi caso lo apropiado era llamarlo "mi viejo".

Nacería de cualquier forma entre unos hermanos y otros medio hermanos, y heredó el apellido de su madre soltera mal escrito. Seguramente la pobreza era un objetivo a alcanzar, teniendo en cuenta el nivel de miseria en el que mal vivía. Nunca se quejó de ello, pero que a los ocho años dejara de soportar padrastros violentos y borrachos para ir a buscarse una casa a falta de hogar dice mucho de cómo fue su infancia.

Sin haber estrenado su infancia se dedicó a repartir leche por las casas en un carro de dos ruedas llamado jardinera, que iba tirado por un caballo que no servía para mucho más. El mismo hombre para el que trabajaba lo alojó y se convirtió en una especie de sustituto de padre. Podría decirse que allí volvió a nacer, e incluso arrastró a algunos de sus hermanos mayores con él para sacarlos de aquel caserío de barro y suelos de tierra.

Tenía un toque especial, diferente. Su visión de la vida no tenía nada que ver con la de quienes le rodeaban ni con sus orígenes. Era devoto de la limpieza, del trabajo bien hecho, del esfuerzo sin límite con tal de llegar a la meta. Ansiaba estudiar, descifrar esos signos que todo el mundo entendía, y siempre se tuvo por limitado, poco inteligente, con aquella expresión tan suya: "Soy muy burro". Ahorrador hasta el extremo, cuando conseguía algún dinero extra para ir al cine, literalmente iba al cine... pero no entraba. Apretaba la moneda entre sus dedos curtidos y se quedaba mirando los carteles dibujados a mano y alguna foto en blanco y negro. Se hacía la ilusión de haber visto la película y volvía a casa contento por haber conservado aquella fortuna.

A los doce años se propuso trabajar por su cuenta y el primer día que salió con su jardinera financiada por su patrón/padre de ocasión tuvo un accidente que podría haberlo derribado para siempre. Pero con esa fe y esa fuerza que nunca sabré de dónde sacó, a los pocos días volvió a conseguir todo lo necesario para reiniciar su vida de empresario que sólo terminaría con su muerte.

Se convirtió en el lechero más joven del pueblo y estoy seguro que el más exitoso. Por alguna lógica hoy inexplicable, iba comprando determinadas rutas de reparto a otros lecheros e iba ampliando su recorrido, cuestión que hoy definiríamos como "crecimiento empresarial". Invirtió en su educación y en desarrollar su amor por la música empezando a estudiar acordeón, luchando contra sus dedos helados por el frío en invierno y destrozados por el trabajo todo el año.

Se libró de hacer el servicio militar con una artimaña de codo dislocado que le permitió seguir su crecimiento comercial y, de paso, conocer a mi madre en alguno de esos bailes de acordeones y pasodobles en los que no pocas veces él era el músico improvisado. Se casaron jóvenes, él 22 años y ella 18, y se fueron a vivir a una casita junto a la que había cobijado la niñez y adolescencia de mi padre. San Luis 1548. Ese fue mi primer domicilio y el de mi hermana.

Tengo un recuerdo de mis tres años de aquella casa. Mi padre saliendo por el costado derecho en su jardinera de lechero, mi perro Tom acompañándolo hasta la calle de tierra, y yo de pie en una cama asomado a la ventana tratando de que me viera para saludarlo. Pero él, en lugar de ir hacia la izquierda de tal manera que pudiera verme, giró a la derecha y se perdió detrás de los árboles. Yo me volví enfadado hacia dentro de la habitación y me senté pensando que nunca más lo vería. En la otra cama, mi hermana jugaba con algo que no era para jugar y mi madre se multiplicaba para que en aquella pequeña habitación todo estuviera bajo control.

Mi padre madrugaba porque antes de salir el sol iba a los campos a recolectar leche directamente desde los productores, tamberos, y la repartía por la ciudad lo antes posible para que estuviera a tiempo en las casas de sus clientes. El sistema contable de entrada y salida de mercadería era tan rudimentario como efectivo. En general, se basaba en la buena memoria y la confianza mutua. En los casos complicados, se registraba todo en un cuaderno marca Norte que tenía como símbolo un guanaco, con unos números -casi palotes- que indicaba la cantidad de leche entregada a los clientes. Por supuesto había unos recibos para los casos más formales, y en letras de elegante cometido se dejaban claras las prioridades de aquel empresario lácteo ya desde el propio nombre del establecimiento: Lechería Yoli. No pocas veces la leche era "bautizada", es decir rebajada con agua, para multiplicar el rendimiento y, de paso, rebajar la gordura. Los trucos para disimular esta artimaña a los ojos de los inspectores municipales ameritan un capítulo aparte, así como las consecuencias que aquellas inspecciones solían tener entre los sufridos lecheros.

El día que cumplí tres años nos mudamos al centro de la ciudad, haciendo un trueque de esos que sólo mi padre era capaz de hacer. Cambió la modesta -pero coqueta- casita de un barrio de las afueras por un caserón de estilo conventillo con un terreno de 300 metros cuadrados, financiando la diferencia en cómodas cuotas fijas que se respetaban porque la palabra de mi padre y la del vendedor eran sagradas. La enfermedad y muerte de mi hermana arrastró la familia a la quiebra, pero el acreedor lejos de aprovecharse de la situación y recuperar la vivienda, dejó que las cosas fueran normalizándose y al cabo de un tiempo mis padres cancelaron la deuda de dinero, aunque la de gratitud fue eterna.

Para entonces mi padre ya era un hombre que había empezado otros proyectos, y que insistía en que yo estudiara para que no tuviera que trabajar como él, aunque montaba en cólera cuando mi pereza de adolescente hacía acto de presencia. (Si me viera ahora...) Empezó a entregar leche en la fábrica de quesos de la zona y tanta leche entregó que al final no le pudieron pagar y con otro socio compró la fábrica, en una época en que a mí no me gustaba el queso... Apoyado siempre por el trabajo eficaz de mi madre, empezó a vender quesos al público directamente de fábrica, combinado con una verdulería que exigía aún más madrugones, y casi no había día en que no se le ocurriera montar un nuevo negocio. Creció tanto la venta de la fábrica que se convirtió en tienda de lácteos y fiambres, bebidas, mini mercado, mercadito, mercado, supermercado... siempre con mi madre de cara al público y mi padre como abastecedor. Sólo descansaba los domingos y algún que otro día de fiesta por la tarde, como toda su vida. Siempre digo que nací el 1 de mayo para poder aprovechar algo de ellos el día de mi cumpleaños.

Por entonces ocurría una cosa curiosa en Argentina: Había precios máximos para los productos, que eran fijados por el gobierno. Pero curiosamente el precio del queso era extremadamente bajo mientras que el de la leche era muy alto, con lo cual era imposible fabricar y vender queso obteniendo por lo menos unos ingresos que cubrieran gastos. Un día de crisis gubernamenteal se deshicieron de la fábrica y del socio veleta y se centraron en los dos supermercados que montaron. A los pocos días liberaron el precio de la leche y de sus derivados....

Era imprevisiblemente generoso. Una noche había apostado a la quiniela (clandestina, faltaría más) un número de tres cifras. Para el caso digamos que era el 348. El vecino había escuchado que el número premiado era el 248, pero no estaba seguro. La única fuente oficial era un local en el centro que publicaba los resultados en un horrible expositor de acrílico con luz fluorescente y números intercambiables rojos. Se llamaba "Los campeones de la suerte" y creo que aún existe. Así pues, decidió ir caminando hasta allí y al poco de salir de casa se encontró con dos soldados que ese día estaban de descanso en el cuartel, pero como eran de fuera no podían irse y no tenían qué comer. Le pidieron dinero para una pizza y mi padre les dijo que si lo acompañaban a ver los resultados de la quiniela y resultaba que había salido el 348 les iba a dar la nada despreciable suma de cincuenta pesos. Y allá se fueron los tres, mi padre y los dos soldaditos haciendo cábalas y rezando a todos los santos del juego para que el número agraciado fuera el de mi padre. Efectivamente, el 348, chulo como él solo, ocupaba el primer puesto de los veinte números de aquella noche. Los soldados se abrazaron como si les hubiera tocado a ellos, lo que en cierta forma era así, y con sus insospechados cincuenta pesos se fueron más felices que si hubieran sido licenciados del servicio militar.

Podría decir muchas cosas más de él, pero estaría saltándome historias en las que otros protagonistas tuvieron gran participación y merecen tener su propio recordatorio.

Una enfermedad cruel se lo llevó con 45 años, sin haber sabido lo que eran unas vacaciones decentes o qué es eso de tener nietos. Mis hijos se han perdido la posibilidad de tener un abuelo joven, jovial y adicto a atender los caprichos de cualquier criatura que le dijera que le diera charla. Cuando yo tenía diez u once años iba a mi cama por la noche como para saludarme, y empezaba a hacerme cosquillas y a agarrarme los brazos en una pelea falsa que siempre me dejaba ganar. No pocas veces me imaginé que hubiera hecho lo mismo con mis hijos.

Dice Gabriel García Márquez que uno se hace mayor cuando en el espejo ve a su padre. Yo ya he superado la edad en la que él murió, pero si bien físicamente me detecto algunos rasgos, no los mejores desde luego, no encuentro en mí casi ninguna de sus virtudes. Heredé, eso sí, la pasión por la música, la lectura, el sentido del humor y la fe en los amigos y en la mujer amada. Y que los hijos son una maravilla que tenemos pero que no nos pertenecen.

Y claro, me dejó también un indocumentado gusto por el fútbol. Él era de Boca, yo soy de Racing. Hoy, allá lejos y ajenos a toda mi vida, han jugado Boca y Racing, han empatado cero a cero y me han obligado a preguntarme qué nos habríamos dicho. Como no hay respuesta posible, suelto cuatro recuerdos mal hilados para honrar esa fuerza, esa energía, esa vitalidad y esa capacidad de lucha que él tenía y que en estos tiempos nos hace mucha falta, especialmente a mí.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Musicoterapia.

Mezclas.

Yo me afeito con cuchilla. Generalmente por obligación, por las circunstancias. Casi nunca por placer, salvo cuando la barba de tres o cuatro días me molesta y quitármela me alivia. Pero hace mucho tiempo que no tengo oportunidad de tener barba de más de dos días.

No entiendo esa cara de satisfacción de las publicidades de espumas, geles y cuchillas de afeitar, aunque si me pagaran por cada vez que me afeito probablemente conseguiría tener esa misma expresión, incluso mejor.

Describiré brevemente el casi obvio proceso: Coloco agua caliente en el lavabo, dejando el bote de espuma en él para que también se caliente. Me lavo la cara con abundante agua, me coloco una abundante capa de espuma y mientras hace efecto hago otras cosas que me abstendré de comentar.... Pasados unos minutos me paso la cuchilla a contrapelo y es rara la vez que no me corte. El lado derecho siempre me da más problemas que el izquierdo y aún no sé porqué.

Al concluir, en el lavabo hay una pasta indescifrable de pelos, agua y espuma, cuyo aspecto (me) produce una cierta repugnancia. Para evitar agredir al siguiente usuario del baño, desaguo y enjuago el lavabo. Cinco minutos antes aquellos mismos elementos estaban separados y no me causaban ningún rechazo. ¿Qué ha pasado? ¿Porqué separados sí y mezclados no, si ni siquiera han perdido sus propiedades ni se han descompuesto en algo oloroso o putrefacto...? Es como lo que decía Seinfeld sobre el asco que nos produce un pelo en la sopa, mientras que si está en la cabeza lo cuidamos, lo acariciamos o lo besamos.

Sospecho que algunas mezclas, algunas combinaciones, nos producen un rechazo irracional. Esto es especialmente peligroso cuando se habla de personas, tanto en este sentido como en el inverso. Es decir, que porque nos guste algo de una persona demos por buenas todas sus propuestas y actitudes, lo cual se convertiría en una aprobación irracional. En todo caso siempre está presente lo irreflexivo.

Reconozco mi racismo hacia ese engrudo del post afeitado flotando indecentemente en el lavabo, hacia la leche derramada en la cocina, los potitos que se recalientan en el microondas y lo salpican todo, las toallas sucias y la ropa interior de desconocidos, los restos de mantequilla o mayonesa en la nevera... y no sigo... por si acaso.

Creo que es posible que algunas actitudes de discriminación tengan que ver con este rechazo a las mezclas. Quizás tan irracional como eso, es la aceptación sin más de cualquier modelo sólo porque lo propone algo o alguien que tiene una cualidad que nos resulta atractiva. Lo cotidiano nos da tantos ejemplos que citar uno sería ofensivo.

Sugiero pues, que las mezclas en general son, como mínimo, interesantes. Otra cosa es cómo las miremos o las cualidades de cada una de sus partes. Puede que aceptar o rechazar en primera instancia cualquier propuesta no sea el camino más lógico hacia una elección certera.

"Contamíname, mézclate conmigo" decía Pedro Guerra. Me pregunto cómo se afeitará....

sábado, 19 de noviembre de 2011

Cómo sé que estoy en casa.

Por el agua de la ducha.

Por el desorden sin caos.

Por el aroma del café y las tostadas.

Por esos ojos que me miran desde las fotos.

Por la música a mano.

Por el olor de la ropa limpia.

Por el color de las sábanas.

Porque el cepillo de dientes tiene amigos.

Por el silencio delicioso.

Porque yo huelo a ti y tú hueles a nosotros.

Por el pijama que me busca desesperadamente.

Porque sé lo que tengo que hacer.

Por las paredes que me cuentan tus historias.

Porque no temo que algo cambie o se quede como está.

Porque me despierto en paz.

Porque una voz de niña me renueva.

Por el baño siempre ocupado.

Porque veo más dibujos animados.

Porque me entusiasma hacer algo aunque siempre sea lo mismo.

Por las puertas vivas.

Porque siempre hay un plan en el aire.

Porque siempre hay platos que lavar.

Porque me llaman por lo que soy, no por mi nombre.

Porque las cosas siempre me encuentran.

Porque podría vivir con los ojos cerrados.

Por las rabietas con sentido.

Porque hablo y me escucho.

Porque nunca estoy solo aunque esté solo.

jueves, 17 de noviembre de 2011

Ignorancia.

No sabemos ni un cienmillonésimo de nada.

La ignorancia humana no permanece detrás de la ciencia; crece tan rápidamente como ésta.

La ignorancia está menos lejos de la verdad que el prejuicio.

La ignorancia es la noche de la mente; pero una noche sin luna ni estrellas.

El que no reconoce al necio nada más verlo debe de ser un necio también.

El ignorante tiene valor; el sabio miedo.

Todos somos muy ignorantes. Lo que ocurre es que no todos ignoramos las mismas cosas.

Tres clases hay de ignorancia: no saber lo que debiera saberse, saber mal lo que se sabe, y saber lo que no debiera saberse.

El primer paso de la ignorancia es presumir de saber.

Lo peor de la ignorancia es que, a medida que se prolonga, adquiere confianza.

Todo lo que se ignora, se desprecia.

De cine.

Una pantalla grande sólo hace el doble de mala a una mala película.

El cine no es un trozo de vida, sino un pedazo de pastel.

Un buen vino es como un buen film: dura un instante y te deja en la boca un sabor a gloria; es nuevo en cada sorbo y, como ocurre con las películas, nace y renace en cada saboreador.

¿Qué es en el fondo actuar, sino mentir? ¿Y qué es actuar bien, sino mentir convenciendo?

Un actor es un señor que hoy come faisán y mañana se come las plumas.

El cine es un espejo pintado.

El negocio del cine es macabro, grotesco: es una mezcla de partido de fútbol y de burdel.

Es imposible hacer una buena película sin una cámara que sea como un ojo en el corazón de un poeta.

martes, 15 de noviembre de 2011

Musicoterapia.

Demasiadas opciones, ninguna opción.

Aún recuerdo la primera vez que vi un yogur. Era un frasco de vidrio con una tapa metalizada y dentro tenía un producto blanquecino, espeso, de olor sospechoso y con sabor a nada tendiendo a lo ácido. No había etiqueta en el frasco y la información de la tapa era básica y trivial. Apenas una marca y su fecha de caducidad. Parecía leche vieja. Imagino que promoviendo la economía empezaron a aparecer máquinas para hacer yogur. En realidad eran multiplicadoras, porque de un yogur se sacaban ocho. Más tarde, a alguien se le ocurrió darle variedad al asunto y apareció el yogur de vainilla, de un extraño sabor agridulce.

En poco tiempo se desató la competencia y casi todas las empresas lácteas comenzaron a fabricar yogures, y sólo se distinguían en el envase porque el producto era prácticamente el mismo. Llegó el plástico con dibujitos de colores y supuestamente eso debería haber abaratado el producto, pero no. La decoración costaba tanto como el vidrio. Casi al mismo tiempo hizo aparición en el mercado los yogures de frutilla/fresa, limón, durazno/melocotón, y no sólo tenían sabores, sino que ya empezaron a incluir frutas.

Alguien en alguna parte se volvió loco con el frutero y empezaron a fabricar yogures de todas las frutas conocidas y, cómo no, yogur de chocolate. Luego vinieron con cereales en un envase separado que había que abrir y mezclar, con pasas de todo tipo, con las dos cosas, desnatados, con bífidus, probióticos, con fibra, semidesnatados con sabor a fruta pero sin la fruta, griego, y empezaron a ganar tanto prestigio que no pocos restaurantes empezaron a ofrecerlos como postres. Incluso en algunos hoteles está en los desayunos, lo que da una idea de lo versátiles que pasaron a ser.

Algo parecido ocurrió con otros productos. La margarina, la mayonesa, el queso untable, las patatas fritas, el paté, el café instantáneo, el aceite (que puede ser virgen, extra virgen o recontrarchimegasúpervirgen)... ¡¡¡¡el papel higiénico...!!! Parece lógico que el mercado ofrezca opciones, pero ¿tantas...? Cuando uno encuentra el paté que le gusta, la margarina que casa con la tostada, la mayonesa que tiene el punto justo para nuestros platos, aparecen otras variedades y como lo novedoso necesita una primera línea de góndolas, nuestros queridos productos que se almodaban a nosotros perfectamente empiezan a quedar relegados al final, cuando no desaparecen lisa y llanamente. Entonces probamos lo nuevo. No nos gusta. Queremos volver a lo anterior. Ya no hay. Volvemos a lo nuevo. Nos adaptamos. Olvidamos el sabor anterior. Nos empieza a gustar lo nuevo. Ya está, ya es nuestro. Pero sale algo más nuevo aún y lo nuevo que era nuestro pasa a ser viejo otra vez, y ya no está a mano y vuelta a empezar.

Eugenio contaba que cierta vez fue a comprar champú y le preguntaron si lo quería para cabello liso, rizado, teñido, rubio, castaño, dañado, graso, seco, etc. Él contestó que lo único que quería era champú para cabello.... sucio.

Ya no puedo comprar ciertas cosas eligiendo, porque para cuando termino de leerme todas las etiquetas ya han discontinuado el producto que finalmente escogí y me gustó. Y mezclados con los yogures, las mantequillas, las margarinas, los patés y los quesos untables, siempre hay alguna botella de aceite que alguien arrepentido de su elección, abandona en el primer lugar que encuentra. Y a veces ocurre lo contrario, que es aún peor; cuando un yogur o un helado es olvidado en una estantería no refrigerada y agoniza entre botellas, plantas o herramientas, según sea el lugar donde el cliente se lo pensó mejor. Y no pocas veces, el helado en envase de cartón, deformado y sangrando ¿yogur?, es devuelto al congelador en un tardío intento de reanimación.

Yo quiero que vuelva mi dulce de batata Noel, el dulce de leche La Serenísima, el yogur de fresas de Danone, la mayonesa Hellmans, las galletitas Express, el salame 66, la leche Sancor, el antitranspirante Valet, el gruyere de Magnasco, la yerba Nobleza Gaucha, los helados de Juber, y que tengan el sabor de entonces, las prestaciones de entonces, y que estén en primera línea en un supermercado donde todo el mundo se conoce y se saluda, comenta lo cara que está la vida y que lo importante es la salud. O por lo menos, que me lo pongan más fácil y que pongan un área de productos tradicionales, de los de toda la vida, y en otra zona, que incluso pueden decorar estilo Star Wars, los de nueva generación.

Quiero poder elegir sin estresarme entre lo que me gusta y lo que me ofrecen. Y cuando tenga el día loco, ya merendaré patatas bravas con sabor a jamón, untadas con mayonesa al alioli y me zamparé un yogur 0% calorías con todo el sabor de la fruta, pero sin la fruta.

Pero quiero que sea mi opción.

Proverbios.

Los ojos se fían de ellos mismos, las orejas se fían de los demás.

La sabiduría no se traspasa, se aprende.

Es mejor encender una luz que maldecir la oscuridad.

La tierra no tiene sed de la sangre de los soldados, sino del sudor de los hombres.

Somos lo que hacemos, sobretodo lo que hacemos para cambiar lo que somos.

Ninguna buena historia se gasta, por muchas veces que se cuente.

La más larga caminata comienza con un paso.

A los ignorantes los aventajan los que leen libros. A éstos, los que retienen lo leído. A éstos, los que comprenden lo leído. A éstos, los que ponen manos a la obra.

La vejez comienza cuando el recuerdo es más fuerte que la esperanza.

La edad de oro nunca es la presente.

El perezoso considera suerte el éxito del trabajador.

La verdad no peca pero incomoda.

lunes, 14 de noviembre de 2011

Musicoterapia.

Bomberos y voluntarios.

En mi ciudad natal los bomberos eran voluntarios. Al menos lo eran mientras viví allí, y tal como han ido las cosas podría sospechar que aún lo son. Como si el oficio de bombero no fuera suficientemente duro, además era voluntario. Se sostenían con eternas rifas de coches, eventos diversos a lo largo del año y casi no había ninguna fiesta o celebración en la que ellos no tuvieran presencia para poder recaudar fondos y hacer conocer su labor.

Tratando de difundir los méritos de su trabajo, un domingo de primavera organizaron un incendio cerca de mi casa, en un área normalmente destinada a la instalación de circos y parques de diversiones ambulantes. Prepararon una cabaña de considerables dimensiones, prácticamente toda de madera, y en un poste cercano colgaron un neumático. Al atardecer, los vecinos de la zona nos acercamos expectantes para ver a aquellos jóvenes y hombres en acción, por una vez sin más riesgo que el que ellos decidieran correr. Recuerdo ir agarrado de las manos de mi madre y de mi padre caminando por aquel guadal aún tibio por el sol de la tarde, despistado por el ambiente festivo que reinaba en la gente. Se suponía que íbamos a ver un incendio.... Una instalación de megafonía difundía música de marchas militares, acaso por la inevitable asociación de los uniformes a todo lo castrense. De vez en cuando, un locutor de reconocida fama local nos informaba que faltaba poco para que comenzara la demostración.

Varias veces después de faltar poco, prendieron fuego a la cabaña y, no sin trabajo, al neumático colgado del poste.  El sol casi se había escondido precisamente detrás de la cabaña según mi punto de visión. Quitada ya la música que había estado torturándonos todo el tiempo, sólo se escuchaba al locutor retransmitir lo evidente e informarnos que se había llamado a los bomberos desde el teléfono público más cercano con todo éxito, cuestión nada trivial teniendo en cuenta que eran los inicios de los años 70 y las comunicaciones eran bastante complicadas.

Unos cinco minutos después se escuchó la sirena de tres autobombas, y los bomberos hicieron su aparición rodeando la plaza San Martín, con cierto peligro en el momento de tomar la curva final, inclinando sus vehículos pesadamente sobre un lateral y otro alternativamente. Saltaron al unísono de sus camiones en una maniobra mil veces ensayada, desplegaron mangueras siguiendo las instrucciones de su capitán, las conectaron a las salidas de agua y abrieron las válvulas. Dos equipos de bomberos atacaron el fuego de la cabaña y el tercero el neumático.

Bien pronto se vio que la empresa no sería fácil. La cabaña ardía a toda velocidad y el neumático iba a ser un hueso duro de roer. Giraban alrededor de la construcción en llamas que para entonces no se sabía lo que era sin conseguir aminorar ni siquiera remotamente la voracidad del fuego. Luego de varias maniobras, los tres equipos se concentraron por unos momentos en el neumático y consiguieron asfixiarlo, lo que desató un caluroso (nunca mejor dicho) aplauso de reconocimiento de todos los que estábamos allí y la euforia del locutor que festejaba el modesto éxito como el más fanático de los relatores deportivos. Los tres equipos volvieron entonces a la cabaña y atacaron con sus tres mangueras a máxima presión dispuestos a acabar con la rebeldía de esa impresionante hoguera. Tal era la furia con que intentaron extinguir las llamas, que las maderas ardientes finalmente cedieron a la presión del agua y la construcción se derrumbó en un estrépito sordo, y pequeñas brasas ardientes se elevaron en la noche como infinitas luciérnagas.

Amontonada la estructura sobre sus propias ruinas, fue consumiéndose frente al ataque feroz del agua que ahora operaba con ventaja. Casi al mismo tiempo que se apagaban las llamas de los escombros, el neumático resucitaba y atacando a traición volvía a arder. A estas horas el locutor, perdido el entusiasmo que lo había acompañado hasta el derrumbe de la cabaña, divagaba sobre los peligros del fuego, la importancia de la prevención, lo duro del trabajo de aquellos bomberos ahogados en su propia celebración, y el ánimo de la gente en general oscilaba entre la pena por esos muchachos y el miedo de que algo así pudiera ocurrir en sus casas. Los tres equpos se concentraron pues en el neumático desfigurado que por fin se apagó en un estertor de humos ante la fuerza del agua, justo cuando a uno de los camiones de bomberos se le acababan las reservas. Un aplauso de caridad cerró el evento y mis padres y yo nos fuimos antes de que los agotados bomberos empezaran a recoger sus equipos.


No sé cómo estarán de equipados y preparados los bomberos de mi pueblo a día de hoy. Entre las peripecias que he vivido trabajando en el tercer mundo, cuento la de algún que otro incendio y puedo decir que las herramientas destinadas a paliar las miserias de los pobres no suelen ser espléndidas. La lucha contra el fuego es un combate desigual y que en cualquier momento puede descontrolarse, tanto más cuanto mayor es la ignorancia y la precariedad de la vida. Frente a él hay quien reacciona con miedo y otros que lo atacan antes de que sea tarde, aún con riesgo para su propia seguridad. En ambos casos, si no se tiene adónde ir o con qué luchar, no hay margen para otra cosa que la buena suerte.

Hoy, en un mundo de organizaciones que aglutinan voluntarios de toda clase y que cuentan con apoyos insospechados hasta hace poco tiempo, me permito recordar a aquel hombre que hacía suyo como nadie el lema de "somos lo que hacemos", y que registraba todas sus emociones con una intensidad que sólo tienen aquellos a quienes le importa el prójimo y sufren por él, aunque sólo se trate de la acartonada existencia de un maniquí.

sábado, 12 de noviembre de 2011

La Yoli.

Por alguna razón que no recuerdo ni justifico, en uno de los recovecos de la adolescencia dejé de llamarla "mamá". A ella no pareció importarle y yo sentí que de alguna manera me incorporaba al universo de los adultos que la llamaban por su nombre de pila, abreviatura cariñosa de Yolanda, como siempre lo había hecho mi padre y con el artículo delante cuando se la mencionaba, tal como corresponde a un ciudadano del interior argentino. Ella, por ser ella, convirtió lo de "la Yoli" en una institución a la que se admira, respeta y ama.

Su catálogo de sufrimientos es tan profundo, tan intenso, que a veces sospecho que atrajo sobre sí todos los males que yo no habría sido ni soy capaz de soportar, incluyendo la pérdida de una hija de tres años y una viudez prematura. En cada golpe se bañaba en silencio en su dolor, en la incertidumbre de un nuevo paisaje teñido de ausencias. Pero su energía musical siempre reaparecía en su voz, en su actividad, en cada desafío que le fuimos poniendo por delante. Porque ella nunca dio guerra pero se apuntó a todas mis batallas y a muchas de las de sus nietos. Valiente, eficaz. Sincera, veraz. Dueña y señora de un optimismo fatalista  que sólo a ella le pertenece. Se embarca con ilusión, navega con incertidumbre, teme el naufragio pero siempre llega a puerto con la alegría de quien acaba de salvar su vida.

Sus ojos evocan los de mi abuelo, quien también pasó las suyas, pero sus suspiros son los de mi abuela, llenos de resignación. Tiene un tono de voz que conquista a quien la escucha, y se comunica con la gente con una facilidad que los entendidos llaman empatía pero que no puede ser otra cosa que magia. Especialista en lo simple, lo sano, lo cotidano, es madre, abuela y compañera de todos los que la conocen y se cobijan en su calidez transparente. Allí donde va, a su alrededor se establece una aureola de reina humilde y fiel, y no puede evitar ser querida sin límite, aún sin proponérselo. Se tutea con estos tiempos con todo éxito y libertad, sin abandonar la esencia de sus años ágiles. Luego de pasar un día con ella uno tiene la sensación de haber degustado una ensalada fresca, nutritiva, sabrosa, moderna, innovadora, inolvidable, sazonada sabiamente con el aroma de lo tradicional.

No habrá nunca nada que pueda hacer para saldar mínimamente alguna de las infinitas deudas que tengo con ella. Todo lo que por ella siento es insuficiente, incluso mezquino. Y sin embargo no podría quererla más. He amortizado malamente algún que otro interés con cuatro nietos maravillosos. Pero he incrementado mi debe estando lejos, aunque sólo físicamente.

Hoy mi madre, la Yoli, es un poco de todos los que estamos con ella de una u otra manera. Llamarla nuevamente "mamá" sería un acto de chulería de mi parte. Y además, ella se merece que la querramos como hijos, nietos o hermanos. No creo que entre todos lleguemos a darle tanto como ella nos dio y nos da a cada uno de nosotros. Pero conociéndola, que estemos juntos en el mismo sentimiento la hará feliz. Y será justo.

Al fin de cuentas, se trata de que recoja lo que ha sembrado.


viernes, 11 de noviembre de 2011

Infierno en blanco y negro.

Allí están otra vez. Sé que quieren decirme algo pero no descifro el lenguaje, los signos, las palabras. Todas me parecen iguales pero sé que no lo son. De lo contrario no habría tantas líneas, tantas explicaciones, tantas formas de decir lo mismo.

Las miro fijamente. Modifico mi posición. Me pongo a contraluz. Las estudio de lado. Ahora entrecierro los ojos. Me acerdo. Me alejo. Trato de evitar los reflejos. La gente empieza a fijarse en mí a falta de otra distracción. Me dedican una indiferencia de extranjero. Y en cierto modo lo soy. Ellos saben leer estas señales y yo no. Mejor dicho, yo no puedo. Pero nadie me cree. Soy simplemente un bicho raro descifrando lo que para mí es un jeroglífico y para ellos el más claro de los mensajes.

Hace tiempo que dejé de pedir ayuda. Las pocas veces que conseguí alguna respuesta terminé más desorientado todavía, tratando de memorizar cada línea, cada trazo, como si nunca fuera a salir de allí si olvidaba algún dato. Además, la gente en general no se cree del todo que esté preguntando lo que estoy preguntando, y piensan que es una estrategia para otros fines menos decentes, incluso peligrosos. Reconozco que sólo le preguntaba a mujeres porque así tendría la certeza de no ser engañado por otro igual que yo. Pero en mi afán por no ser engañado era tomado por engañador. Así que, como decía, ya no pido ayuda. Voy arreglándomelas como puedo. O como no puedo, para decirlo mejor.

Cuando pienso en todo el tiempo que he perdido recorriendo distancias en vano, por rutas equivocadas hacia destinos inexistentes, me desespero. Me imagino en mi lecho de muerte sacando las cuentas sobre las horas que podría haber aprovechado mejor si no hubiese estado perdido en estas rutas hostiles. Pero, casi inmediatamente combato mi propio fatalismo y me consuelo diciéndome que a lo mejor el desvío involuntario me ha abierto una puerta a nuevas posibilidades. O incluso me ha salvado de algún contratiempo, un accidente, un encuentro indeseado.

Sea como sea, lo cierto es que ya estoy harto de los mapitas de las líneas del metro que no piensan en nosotros, los daltónicos.

jueves, 10 de noviembre de 2011

Musicoterapia

Leído y copiado.

Mi padre siempre me decía: encuentra un trabajo que te guste y no tendrás que trabajar un solo día de tu vida.

Dime y lo olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame y lo aprendo.

Es peligroso tener razón cuando el gobierno está equivocado.

Odiar a alguien es otorgarle demasiada importancia.

Se necesitan dos años para aprender a hablar y sesenta para aprender a callar.

Las heridas que te causa quien te quiere, son preferibles a los besos engañadores de quien te odia.

Conocimientos puede tenerlos cualquiera, pero el arte de pensar es el regalo más escaso de la naturaleza.

Nada se olvida mas despacio que una ofensa; y nada mas rápido que un favor.

El hombre que ha cometido un error y no lo corrige comete otro error mayor.

Culto es aquel que sabe dónde encontrar lo que no sabe.

Quien lucha, puede perder; quien no lucha, ya perdió.

Cumplamos la tarea de vivir de tal modo que cuando muramos, incluso el de la funeraria lo sienta.

Las obras de arte se dividen en dos categorías: las que me gustan y las que no me gustan. No conozco ningún otro criterio.

Sé bueno a causa de tu energía; nunca seas bueno a causa de tu debilidad.

El niño es realista; el muchacho, idealista; el hombre, escéptico, y el viejo, místico.

Confesamos los defectos pequeños para persuadir a los demás que no los tenemos grandes.

lunes, 7 de noviembre de 2011

Catedral de niebla.

En cualquier otro lugar la niebla es una presencia molesta, incómoda, que nos aparta de nuestro camino. Se nos pega a la ropa plastificándonos, llenándonos de irritabilidad, en silencio, como una llovizna que nunca llega al suelo y flota a nuestro alrededor eternamente. Pero en la plaza de la catedral de Oviedo, cualquier noche de otoño es casi indispensable contar con ella para poder apreciar la magia severa que rodea la zona. La torre única otea el horizonte con absoluta indiferencia, pero uno tiene la sensación de ser vigilado de reojo por sus ventanas mudas. Según el estado de ánimo, puede sentirse que es una vigilancia protectora, de control o de asedio a nuestras intenciones.

En todo caso, aquellas noches de octubre, he fingido admirar su arquitectura con ojos de ciudadano mundano, pero me he cuidado bien de pasar a su lado sin perturbar su mutismo. Por si acaso.

Cuento del hombre congelado.

domingo, 6 de noviembre de 2011

Así barría, así así.

Manteniéndose en mantenimiento.

El mantenimiento, como la limpieza, es ese tipo de tarea que no se detecta salvo que no se haga o se haga mal.

Quienes dirigen equipos de mantenimiento o de limpieza, saben que determinadas cosas hay que tomárselas con filosofía. De lo contrario, acaban con uno. Esto no quiere decir que hay que rebajar el nivel de exigencia ni permitir relajaciones en la ejecución de los trabajos, pero sí que hay que estar preparado para lo imprevisible y tomarse las cosas con mucha soda, siempre que no sean de una gravedad que impliquen daños irreparables o perjudiquen a las personas. En esta disciplina, el trabajo bien hecho es mudo, silencioso, invisible. En cambio un error o una chapuza se paga caro, incluso moralmente, y hay que tener buen ánimo para revertir las consecuencias y corregir sobre la marcha. Así pues, el sentido del humor es fundamental. Al fin y al cabo, vistas las cosas a la distancia, todas ellas son susceptibles de ser tomadas en broma.

Hace unos años, siendo jefe de mantenimiento en un hotel en Zanzíbar, desmonté un teclado de ordenador para limpiar las teclas. Le pasé el conjunto de teclas sueltas al encargado de almacén para que las pusiera en alcohol. El hombre se equivocó de producto y generó un desastre que, bien mirado, podría haberle costado el puesto de trabajo. En cambio, dio lugar al siguiente reporte que he rescatado entre los archivos de aquella época:


Nueva escuela de arte en hotel Sea Club

Es por todos conocida la noción de aprovechamiento integral de los recursos en cada uno de los departamentos de este hotel. Concretamente, en el área de Mantenimiento se ha venido llevando hasta el extremo esta filosofía, habiéndose conseguido resultados memorables. Basta recordar la celebrada conversión de un caduco teléfono de sobremesa marca Sony en coqueto pisapapeles, la habilitación de cocos como ceniceros y la no menos meritoria tarea de utilizar como martillo aerosoles que, en su escasa visión de multifuncionalidad, los fabricantes destinaron inocentemente a contener insecticidas.

Pero el ingenio nunca descansa y la veta artística, necesaria en toda actividad en la que se hace imprescindible dosificar energías y materiales, ha dado un nuevo fruto que recibimos con el alborozo propio de la novedad y el sacrificado mérito del que hace sobrada gala.

Se trata de la primer trabajo de la Escuela de Arte Post-tecnológico Manteni Miento, y su autor es un discretísimo store keeper que, acorde a su perfil modesto, prefiere mantener el anonimato e incluso permanecer desaparecido, aunque con vida.

Huelga señalar que la elaboración de informes técnicos genera un agotamiento precoz en las herramientas tecnológicas más simples, no aptas para excesos fuera de lo programado, y uno de los periféricos más castigados es sin duda el teclado.

Audaz hasta lo insoportable, el responsable de mantenimiento diseccionó el teclado solicitando al ya mencionado ignoto artista que procediera a la limpieza de las teclas con alcohol, preferiblemente en estado puro. Pero en este preciso instante la vena creativa explosionó en el alma del taciturno lugareño, y en un despliegue de inhabitual pericia sumergió las percudidas piezas en thinner, dando forma así a las esculturas que las fotografías que acompañan este informe ilustran fielmente.

Saludemos gozosos el nacimiento de esta nueva estrella en el firmamento del arte zanzibarino, e invitemos a todo el personal del hotel a brindar por el éxito de quienes se atrevan a seguir la senda iniciada por este joven talento. Quien esto suscribe, sugiere no brindar con bebidas que contengan alcohol.... o thinner.



Pesadilla de una tarde de domingo



Encuentro en la dimensión absurda



Ctrl + Alt + Delete = Adiós mundo cruel