lunes, 21 de noviembre de 2011

El Étor.

Se llamaba Héctor, pero la calle tiene su propia ortografía y fonética y desde siempre fue "el Étor". Siendo mi padre, en mi caso lo apropiado era llamarlo "mi viejo".

Nacería de cualquier forma entre unos hermanos y otros medio hermanos, y heredó el apellido de su madre soltera mal escrito. Seguramente la pobreza era un objetivo a alcanzar, teniendo en cuenta el nivel de miseria en el que mal vivía. Nunca se quejó de ello, pero que a los ocho años dejara de soportar padrastros violentos y borrachos para ir a buscarse una casa a falta de hogar dice mucho de cómo fue su infancia.

Sin haber estrenado su infancia se dedicó a repartir leche por las casas en un carro de dos ruedas llamado jardinera, que iba tirado por un caballo que no servía para mucho más. El mismo hombre para el que trabajaba lo alojó y se convirtió en una especie de sustituto de padre. Podría decirse que allí volvió a nacer, e incluso arrastró a algunos de sus hermanos mayores con él para sacarlos de aquel caserío de barro y suelos de tierra.

Tenía un toque especial, diferente. Su visión de la vida no tenía nada que ver con la de quienes le rodeaban ni con sus orígenes. Era devoto de la limpieza, del trabajo bien hecho, del esfuerzo sin límite con tal de llegar a la meta. Ansiaba estudiar, descifrar esos signos que todo el mundo entendía, y siempre se tuvo por limitado, poco inteligente, con aquella expresión tan suya: "Soy muy burro". Ahorrador hasta el extremo, cuando conseguía algún dinero extra para ir al cine, literalmente iba al cine... pero no entraba. Apretaba la moneda entre sus dedos curtidos y se quedaba mirando los carteles dibujados a mano y alguna foto en blanco y negro. Se hacía la ilusión de haber visto la película y volvía a casa contento por haber conservado aquella fortuna.

A los doce años se propuso trabajar por su cuenta y el primer día que salió con su jardinera financiada por su patrón/padre de ocasión tuvo un accidente que podría haberlo derribado para siempre. Pero con esa fe y esa fuerza que nunca sabré de dónde sacó, a los pocos días volvió a conseguir todo lo necesario para reiniciar su vida de empresario que sólo terminaría con su muerte.

Se convirtió en el lechero más joven del pueblo y estoy seguro que el más exitoso. Por alguna lógica hoy inexplicable, iba comprando determinadas rutas de reparto a otros lecheros e iba ampliando su recorrido, cuestión que hoy definiríamos como "crecimiento empresarial". Invirtió en su educación y en desarrollar su amor por la música empezando a estudiar acordeón, luchando contra sus dedos helados por el frío en invierno y destrozados por el trabajo todo el año.

Se libró de hacer el servicio militar con una artimaña de codo dislocado que le permitió seguir su crecimiento comercial y, de paso, conocer a mi madre en alguno de esos bailes de acordeones y pasodobles en los que no pocas veces él era el músico improvisado. Se casaron jóvenes, él 22 años y ella 18, y se fueron a vivir a una casita junto a la que había cobijado la niñez y adolescencia de mi padre. San Luis 1548. Ese fue mi primer domicilio y el de mi hermana.

Tengo un recuerdo de mis tres años de aquella casa. Mi padre saliendo por el costado derecho en su jardinera de lechero, mi perro Tom acompañándolo hasta la calle de tierra, y yo de pie en una cama asomado a la ventana tratando de que me viera para saludarlo. Pero él, en lugar de ir hacia la izquierda de tal manera que pudiera verme, giró a la derecha y se perdió detrás de los árboles. Yo me volví enfadado hacia dentro de la habitación y me senté pensando que nunca más lo vería. En la otra cama, mi hermana jugaba con algo que no era para jugar y mi madre se multiplicaba para que en aquella pequeña habitación todo estuviera bajo control.

Mi padre madrugaba porque antes de salir el sol iba a los campos a recolectar leche directamente desde los productores, tamberos, y la repartía por la ciudad lo antes posible para que estuviera a tiempo en las casas de sus clientes. El sistema contable de entrada y salida de mercadería era tan rudimentario como efectivo. En general, se basaba en la buena memoria y la confianza mutua. En los casos complicados, se registraba todo en un cuaderno marca Norte que tenía como símbolo un guanaco, con unos números -casi palotes- que indicaba la cantidad de leche entregada a los clientes. Por supuesto había unos recibos para los casos más formales, y en letras de elegante cometido se dejaban claras las prioridades de aquel empresario lácteo ya desde el propio nombre del establecimiento: Lechería Yoli. No pocas veces la leche era "bautizada", es decir rebajada con agua, para multiplicar el rendimiento y, de paso, rebajar la gordura. Los trucos para disimular esta artimaña a los ojos de los inspectores municipales ameritan un capítulo aparte, así como las consecuencias que aquellas inspecciones solían tener entre los sufridos lecheros.

El día que cumplí tres años nos mudamos al centro de la ciudad, haciendo un trueque de esos que sólo mi padre era capaz de hacer. Cambió la modesta -pero coqueta- casita de un barrio de las afueras por un caserón de estilo conventillo con un terreno de 300 metros cuadrados, financiando la diferencia en cómodas cuotas fijas que se respetaban porque la palabra de mi padre y la del vendedor eran sagradas. La enfermedad y muerte de mi hermana arrastró la familia a la quiebra, pero el acreedor lejos de aprovecharse de la situación y recuperar la vivienda, dejó que las cosas fueran normalizándose y al cabo de un tiempo mis padres cancelaron la deuda de dinero, aunque la de gratitud fue eterna.

Para entonces mi padre ya era un hombre que había empezado otros proyectos, y que insistía en que yo estudiara para que no tuviera que trabajar como él, aunque montaba en cólera cuando mi pereza de adolescente hacía acto de presencia. (Si me viera ahora...) Empezó a entregar leche en la fábrica de quesos de la zona y tanta leche entregó que al final no le pudieron pagar y con otro socio compró la fábrica, en una época en que a mí no me gustaba el queso... Apoyado siempre por el trabajo eficaz de mi madre, empezó a vender quesos al público directamente de fábrica, combinado con una verdulería que exigía aún más madrugones, y casi no había día en que no se le ocurriera montar un nuevo negocio. Creció tanto la venta de la fábrica que se convirtió en tienda de lácteos y fiambres, bebidas, mini mercado, mercadito, mercado, supermercado... siempre con mi madre de cara al público y mi padre como abastecedor. Sólo descansaba los domingos y algún que otro día de fiesta por la tarde, como toda su vida. Siempre digo que nací el 1 de mayo para poder aprovechar algo de ellos el día de mi cumpleaños.

Por entonces ocurría una cosa curiosa en Argentina: Había precios máximos para los productos, que eran fijados por el gobierno. Pero curiosamente el precio del queso era extremadamente bajo mientras que el de la leche era muy alto, con lo cual era imposible fabricar y vender queso obteniendo por lo menos unos ingresos que cubrieran gastos. Un día de crisis gubernamenteal se deshicieron de la fábrica y del socio veleta y se centraron en los dos supermercados que montaron. A los pocos días liberaron el precio de la leche y de sus derivados....

Era imprevisiblemente generoso. Una noche había apostado a la quiniela (clandestina, faltaría más) un número de tres cifras. Para el caso digamos que era el 348. El vecino había escuchado que el número premiado era el 248, pero no estaba seguro. La única fuente oficial era un local en el centro que publicaba los resultados en un horrible expositor de acrílico con luz fluorescente y números intercambiables rojos. Se llamaba "Los campeones de la suerte" y creo que aún existe. Así pues, decidió ir caminando hasta allí y al poco de salir de casa se encontró con dos soldados que ese día estaban de descanso en el cuartel, pero como eran de fuera no podían irse y no tenían qué comer. Le pidieron dinero para una pizza y mi padre les dijo que si lo acompañaban a ver los resultados de la quiniela y resultaba que había salido el 348 les iba a dar la nada despreciable suma de cincuenta pesos. Y allá se fueron los tres, mi padre y los dos soldaditos haciendo cábalas y rezando a todos los santos del juego para que el número agraciado fuera el de mi padre. Efectivamente, el 348, chulo como él solo, ocupaba el primer puesto de los veinte números de aquella noche. Los soldados se abrazaron como si les hubiera tocado a ellos, lo que en cierta forma era así, y con sus insospechados cincuenta pesos se fueron más felices que si hubieran sido licenciados del servicio militar.

Podría decir muchas cosas más de él, pero estaría saltándome historias en las que otros protagonistas tuvieron gran participación y merecen tener su propio recordatorio.

Una enfermedad cruel se lo llevó con 45 años, sin haber sabido lo que eran unas vacaciones decentes o qué es eso de tener nietos. Mis hijos se han perdido la posibilidad de tener un abuelo joven, jovial y adicto a atender los caprichos de cualquier criatura que le dijera que le diera charla. Cuando yo tenía diez u once años iba a mi cama por la noche como para saludarme, y empezaba a hacerme cosquillas y a agarrarme los brazos en una pelea falsa que siempre me dejaba ganar. No pocas veces me imaginé que hubiera hecho lo mismo con mis hijos.

Dice Gabriel García Márquez que uno se hace mayor cuando en el espejo ve a su padre. Yo ya he superado la edad en la que él murió, pero si bien físicamente me detecto algunos rasgos, no los mejores desde luego, no encuentro en mí casi ninguna de sus virtudes. Heredé, eso sí, la pasión por la música, la lectura, el sentido del humor y la fe en los amigos y en la mujer amada. Y que los hijos son una maravilla que tenemos pero que no nos pertenecen.

Y claro, me dejó también un indocumentado gusto por el fútbol. Él era de Boca, yo soy de Racing. Hoy, allá lejos y ajenos a toda mi vida, han jugado Boca y Racing, han empatado cero a cero y me han obligado a preguntarme qué nos habríamos dicho. Como no hay respuesta posible, suelto cuatro recuerdos mal hilados para honrar esa fuerza, esa energía, esa vitalidad y esa capacidad de lucha que él tenía y que en estos tiempos nos hace mucha falta, especialmente a mí.

No hay comentarios:

Publicar un comentario