lunes, 26 de diciembre de 2011

Navidad y fin de año, o el calvario de festejar.

Casi desde que tengo memoria me ha llamado la atención esta costumbre de festejarlo todo comiendo, y en especial hacerlo como si nunca más en la vida fuéramos a probar bocado. Y si lo analizamos bien, muchas de esas celebraciones pasan por ciertas costumbres que vienen heredadas de algún rito religioso, como los casamientos, bautismos, comuniones, Semana Santa y cómo no, Navidad. Quedan algunas excusas complementarias como los cumpleaños, aniversarios y el cambio de año para no perder el ritmo de engullir hasta el hartazgo de vez en cuando. Por si alguno tiene la mala suerte de nacer y casarse en la última semana del año, siempre podrá celebrar su onomástica para el caso que toque en un mes algo más alejado de tanta conglomeración de festejos.

En mi niñez las fiestas de fin de año se resolvían en casa de mis abuelos, con el infaltable asado criollo y alguna que otra vez con la presencia de tallarines caseros, amasados a mano por mi abuela o mi tía. Poca diferencia tendrían esas reuniones con las de un domingo cualquiera si no hubiera sido por dos factores que definían claramente que se trataba de una ocasión especial: la cantidad de comida y bebida y la incorporación de productos más propios del invierno que de los veranos criminales que solíamos gastarnos en el centro y norte de Argentina.

Las cenas y almuerzos estaban dimensionados como para resistir la llegada inesperada de cualquier visita, en cualquier número y con el nivel de apetito y sed que fuese. Allí había suministros para resistir el bloqueo del país durante un mes, y el nivel de calorías era de tal magnitud que parecía un milagro que nadie reventase comiendo y bebiendo. Los escarceos previos estaban generosamente cubiertos con quesos, fiambres de alto contenido en grasa (nada de pechuga de pavo), frutos secos, algún pan con chicharrón, todo ello generosamente regado generalmente con vino, vermouth o sidra achampañada bien fría. La cerveza por aquel entonces era más propia de las salidas veraniegas de los sábados por la noche. Si se trataba del almuerzo del veinticinco de diciembre o del primero de enero, siempre había algún rezagado tomando mate y enlazando el desayuno tardío con el aperitivo eterno.

Los niños solíamos emplear las horas que los adultos dedicaban a las bebidas preliminares a arrojar petardos y cañitas voladoras, cuya base de lanzamiento era inevitablemente una botella de sidra vacía. A la hora de sentarse formalmente a comer, los únicos que tenían conciencia de tener hambre éramos nosotros, ya que los demás llevaban comiendo desde que llegaban. Aún así, no había rechazo ninguno a todo lo que fuera "probar un poco de todo", como si nunca en la vida hubieran probado un trozo de carne o un chorizo. ¿Acaso esperaban que tuvieran otro sabor por ser fin de año? ¿A incienso quizás...? Y el postre era una ensalada de frutas a la que se la inundaba de bebidas alcohólicas y se la bautizaba con el inexplicable nombre de "clericó". A los niños nos cambiaban la bebida alcohólica por "naranjada", o sea Fanta naranja o Crush, su equivalente local.

En Nochebuena y Nochevieja, a las 12 de la noche, se destapaban sidras como si fuera la gran inauguración, sin tener en cuenta todas las que se habían bebido anteriormente, y se desparramaba sobre la mesa a medio retirar y aún sudando grasa de la carne y salsa de las pastas, un ejército de turrones, pan dulce, roscas, confites, garrapiñadas, maní/cacahuetes con chocolate y toda suerte de productos cuya sola mención producen en verano una sensación de agobio digestivo, que por algún extraño motivo no hace acto de presencia en esas horas tan señaladas.

No había señal objetiva ni hora fijada para dar por terminada la celebración. Eran como unas olimpíadas en las que nadie podía abandonar pero no quedaba claro cuál era la meta ni el límite. Cuando la reunión no era tan familiar y se acudia a alguna bailanta de barrio, la música iba marcando la marcha de la fiesta y quedaba claro que a las cinco de la mañana era una buena hora para ir retirándose. Por si alguien se despistaba, el silencio brutal y el cierre de todo puesto dispensador de bebida le despejaba cualquier duda al respecto. Pero en casa de mis abuelos o en la de cualquier pariente no había horarios ni planificación. Lo mismo se terminaba el almuerzo cuando empezaba la cena -preparada a bases de sobras y algún "refuerzo"- que se esperaba a que alguien empezara a recoger sus trastos para amagar irse, como tanteando el terreno para ver si alguien más lo acompañaba en una retirada digna, ya que solía estar mal visto irse el primero.

En las reuniones familiares de mi infancia no faltaba la música pero siempre escaseó el baile. Más bien éramos adictos a las charlas, chistes y juegos de mesa que se regaban generosamente con las bebidas sobrevivientes. Quizás de esa época me viene el amor por las reuniones de cara a cara, con historias familiares y anécdotas que siempre se contaban igual, sin tener que estar obligado a seguir con las piernas el ritmo de insufribles canciones que en un día normal no me atrevería ni a mencionar. O tal vez, se comía tanto y tan mal que no quedaban fuerzas para el ejercicio físico... quién sabe... Lo cierto es que esas maratones de comida nos unían, y se aprovechaban los momentos en que el otro tenía la boca llena para hablar. Nunca hubieron silencios incómodos, pero no tengo el recuerdo del ruido insoportable que suelen caracterizar los festejos de hoy, acaso porque quieren impedir que nos comuniquemos por si acaso. No vayamos a darnos cuenta que no tenemos nada en común...o que lo tenemos todo. Quizás por eso me cuesta tanto sentirme festivo en el barullo inconsistente y disfruto como loco en los cumpleaños de los niños. Ellos sí saben qué se celebra y cómo hacerlo, y disfrutan de todo hasta la última gota. Y son contagiosos. La algarabía forzosa me produce una desazón inexplicable que entiendo se interprete como antipatía, pero tengo tantas cosas simples y cotidianas que celebrar cada día que no me siento con energías para malgastarlas en ningún festejo sin sentido.

Un gran poeta y humorista argentino, el chaqueño Luis Landriscina, describía hace tiempo una reunión familiar navideña en Argentina, al menos en una parte importante de ella. He encontrado el audio de aquellas reflexiones y no he podido menos que sentirme identificado en todo. Gracias a estas cosas uno aprende a reírse de sí mismo y de sus costumbres, muchas veces absurdas.

Supongo que dentro de unos años nos reiremos de nuestras tonterías de hoy. Mejor dicho, deseo que así sea.


1 comentario:

  1. ¡Que voy a decir si recuerdo el mismo escenario!
    Muy bien relatado. lógicamente con una pátina de nostalgia positiva que omite algúna que otra discusión entre cuñados...

    Un abrazo

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