sábado, 3 de diciembre de 2011

La Quiquita.

Dicen que al que Dios no le da hijos el diablo le da sobrinos. Si esto fuera cierto, cabría suponer un ensañamiento de Satanás con mi tía, porque tuvo -tiene- una andanada de sobrinos y bastantes más sobrinos nietos con los que hacer buena la maldición infernal.

Cómo se escribe el apodo que su hermana menor -mi madre- le asignó cuando apenas hablaba, fue siempre una discusión zanjada por las bravas al asignársele la ortografía de Quica, complicada años más tarde cuandos mis hijos empezaron a llamarla en diminutivo, "Quiquita". Afortunadamente, el debate interno eclipsó la polémica ortográfica que podría haberse producido cuando apareció la película de Almodóvar, Kika.

Soltera por vocación, recibió el tácito encargo de cuidar de mis abuelos al hacerse mayores a los que acompañó hasta el final de sus días. De ella han sido los mejores bifes (filetes) de ternera que comí en mi vida, con un puré de patatas que mi memoria juzga incomparable. La pasta italiana amasada y cortada por sus manos o las tortas fritas a deshora tenían un calor único heredado, seguramente, de mi abuela. En mi familia ir a visitar a los abuelos y a la Quica los domingos por la tarde era sagrado, al mejor estilo de los Campanelli. El bizcocho de los inviernos con el mate generoso que no paraba de rodar desde la hora de la merienda hasta bien entrada la noche, era un ritual que acompañaba el desfile de hermanas, cuñados, sobrinas y algún visitante inesperado. Nos amontonábamos como pollos en la cocina que hacía de trinchera contra el frío, y mirábamos el viejo televisor en blanco y negro al que le colocábamos una pantalla de plástico azul porque así "se veía mejor". En ese barullo infernal de familia ítalo-criolla, la Quica se desplazaba en su propia atmósfera como flotando, y hacía llegar el mate amigo a todos los rincones respetando el turno infaliblemente. En verano, en cambio, nos dispersábamos en el patio trasero debajo de la parra de uva chinche, y de vez en cuando ella, con una palangana de lata a la que no le cabían más abollones, regaba el rústico piso de cemento con el objetivo de refrescar la tarde.

Algunas de los primos pasábamos en casa de mis abuelos, y en consecuencia de la Quica, lo que por entonces llamábamos vacaciones. Una o dos semanas en invierno, varias en verano, y algún que otro fin de semana aleatorio de vez en cuando. La casita era sencilla y acogedora, y yo dormía en la misma habitación que ella, aunque me llevaba mi propia almohada adoctrinada a mis posiciones y olores. En verano, dormíamos con la persiana levantada y las espirales Caracol intentando defendernos de unos mosquitos carnívoros que nos dejaban sordos con su aleteo de helicóptero. En invierno, nos tapábamos hasta las cejas con kilos y kilos de mantas, amaestrando la vegija para no tener que ir al baño que era como una cámara frigorífica, con aquellos inodoros de meseta marca Pescadas que permitían la fiscalización de las digestiones. La Quica nos dejaba a los sobrinos que íbamos a invadir su paz una cama de dos plazas, alta, de metal, que si se hubiera vendido por su peso habría valido una fortuna. Ella dormía en una camita menuda con el colchón hundido al medio, que era como un nido que la envolvía y la protegía del mundo.

Era respetada y querida en el barrio como una institución santa. Austera, silenciosa, frugal, tímida hasta la antipatía, encadenó el cuidado de mi abuelo con el de hada madrina de mis hijos casi sin solución de continuidad para asombro de no pocos vecinos que creían que el destino de mi tía acabaría al mismo tiempo que el de mis abuelos, como un apéndice de ellos. Cuando llegó el día de la gran mudanza y mi abuelo viudo y ella se fueron a vivir con nosotros, sus amigas interpretaron que iba a la guerra, y pese a estar a menos de dos kilómetros se despidieron como si nunca más fueran a verse. A saber lo que pensarían de mí.

Es autora de muchas frases que todos dábamos por comunes hasta que mis hijos las incorporaron a su vocabulario y las emplean aún hoy con una insospechada eficacia. Expresiones tales como "a mí no me gusta esto", "pasó así" o "qué cochino", son un soplo de lenguaje fresco que llega desde el pasado provinciano al mismo corazón de una Asturias elegante y tradicional, exportadas por los sobrinos nietos a todos los rincones del país y del mundo que visitan o conocen.

Tiene el extraño don de la tele-medicina sobre el cual no voy a entrar en detalles, pero a día de hoy, estemos donde estemos, solicitamos su auxilio para aliviar alguna indigestión. Con los años ha ido adquiriendo un aura de Madre Teresa de Calcuta, y se va imponiendo a sus problemas de salud a regañadientes ante la insistencia y preocupación de mi madre. Llevan tanto tiempo juntas que siempre una de las primeras preguntas que se les hace a cualquiera de ellas es acerca del estado de salud de la otra. El caso es que de la mano se han incorporado al tecnológico siglo XXI, se comunican con todo el mundo por videoconferencia, y han hecho más kilómetros en los últimos diez años que en toda su vida anterior, para asombro de toda la familia, arrastradas por el amor hacia nosotros del cual no pocas veces yo me he sentido indigno.

Mi padre solía contar que mi tía se quedó soltera cuando un pretendiente que podría haber superado -ajustadamente- el severo control de calidad de mi abuelo se degració entrando al baile de campo con una borrachera de las que no se pillan en media hora y lanzó un comentario soez sobre alguno de los caballeros allí presentes. (En aquella época, todas las mujeres eran damas y los hombres caballeros). Entre lo poco que me acuerdo yo y lo que seguramente habría adornado mi padre, dudo mucho que lleguemos a la expresión literal del comentario, pero lo que es indudable es que fue suicida. No necesitó ni la reprobación de mis abuelos, que yo imagino sentados en las sillas al borde de la pista de baile en un local de techo de zinc y ladrillos vistos, aguardando las solicitudes de baile para cada una de sus hijas. La Quica lo desterró al infierno de los groseros a él y a todos los hombres del universo, y cerró a cal y canto el acceso a su vida para cualquier persona que no fuera de la familia o de absoluta y total confianza, personas que por otra parte tardaron en aparecer.

No sé dónde estará hoy aquel frustrado candidato a tío, pero tengo que agradecerle en mi nombre y el de todos los que hemos sido felices a causa de la Quica que él se haya revelado y mi tía rebelado, ambos a tiempo. Seguramente hablo desde el egoísmo, pero a ella siempre le quedará la sensación de que ha sido mejor así y finjo consuelo.

Nosotros en general y yo en particular, no tenemos más sensación que la de gratitud, deuda y un eterno e infinito amor. No será suficiente para hacerla feliz, probablemente, porque ella querría padecer otra vez aquellos domingos caóticos llenos de efervescencia. Pero aún en el más profundo de los silencios ella ocupa un lugar privilegiado en nuestra memoria, por más lejos que estemos físicamente.

Y eso, sólo eso, es lo que garantiza la eternidad.

1 comentario: