jueves, 1 de diciembre de 2011

Viajar, conocer, saber.

Hace no tantos años viajar era ir a la aventura. Uno pensaba en África y se veía en medio de un safari, asediado por mosquitos, serpientes y mamíferos que sólo veíamos en las enciclopedias y en los capítulos de Tarzán o Daktari. Soñar con París o Venecia era desear lo imposible, como ser protagonistas de una película. Además, llegar a tales lugares nos hacía dignos de una modesta admiración de barrio que mucha gente aprovechaba para disertar sobre cualquier tema, aunque no tuviera nada que ver con su reciente excursión, y adoptaba esa actitud mundana que suelen tener los que creen saberlo todo.

En poco tiempo las cosas han cambiado tanto, que los sueños ya no tienen que ver con viajes de placer a lugares remotos. Más bien, quienes aún sueñan con viajes lo hacen pensando en un futuro mejor, como emigrantes, y esto nada tiene que ver con el turismo. En contrapartida, quienes van de turistas a los destinos antes considerados exóticos, esperan encontrar en tales sitios todas las comodidades de sus ciudades de origen.

Así pues, apagado aquel espíritu de aventura acaso por la masificación y las escasas posibilidades de presumir, el turista de clase media de hoy aspira a que por una módica suma se le concedan las atenciones y privilegios de un aristócrata, y las empresas que han montado sus industrias hoteleras en lugares remotos y aislados del desarrollo, tienen que hacer encajes de bolillo para satisfacer las demandas de los clientes -que más bien parecen caprichos- y competir en un mercado cada vez más agresivo y difícil.

Parece inconcebible que luego de pasar por los fastidiosos trámites de aeropuertos, de estar apretujados varias horas en un avión dos tallas más pequeño de lo recomendable, intoxicados con comida plástica recalentada, de sentirse agobiados por la llegada a un país de limitados recursos operativos con costumbres diametralmente opuestas, y trasladados finalmente a sus hoteles en vehículos de dudosa fiabilidad a través de caminos rudimentarios, pretendan almorzar paella, spaghettis o hamburguesas como si se encontrasen en casa de sus madres, disponer de aire acondicionado a 15 grados, televisión con todo el fútbol europeo, teléfono e internet gratis y que todos los habitantes de ese país hablen su idioma, sea cual fuera y con el acento que corresponde a quien paga.

Pues bien, instalar todas las comodidades del primer mundo en una aldea en el medio de un bosque tropical es complicado pero se puede hacer, y de hecho se hace. Y se vende. Ahora, mantener eso es otra historia.

De repente, los proveedores que con tanto entusiasmo vendían el equipamiento, las instalaciones y la maquinaria, ya no muestran interés en suministrar repuestos y recambios para las averías, y mucho menos con carácter de urgencia. Parece que es más fácil enviar a Tanzania un horno para 50 pizzas que reponer el el interruptor de ese mismo horno el día que se rompe. O lo rompen. Porque los operarios y técnicos de los lugares donde se instalan estos hoteles, no están habituados al uso y conservación de estos equipos, y por mucha jefatura extranjera que se le aporte, el desconocimiento prevalece. Así, la limpieza de un enchufe eléctrico se hace con agua, las manchas de humedad se tapan con pintura y más pintura, y todo es susceptible de ser atado con alambre, clavado y, obviamente, siliconado.

En este cocoliche de maquillar y  deformarlo todo la decoración merece un capítulo aparte. El juicio estético, que ya de por sí es complejo en un nivel cultural y social más o menos homogéneo, en tal choque de civilizaciones puede dar lugar a situaciones totalmente surrealistas. Además, el propio cliente suele contribuir con su actitud a confundir aún más al personal autóctono. Relataré un ejemplo ilustrativo.

En las decoraciones de estas edificaciones se suelen combinar el arte local con la presentación que espera encontrar el cliente según su lugar de origen, contaminado seguramente por los tópicos de toda la vida. En ciertos hoteles africanos, es común colocar en las habitaciones algún motivo de los artistas regionales colgados directamente de la pared. En el que yo trabajaba, además se rodeaba el adorno con un marco rectangular de diseño rústico. Algunos clientes, europeos ellos, tenían la poco saludable costumbre de llevarse estas decoraciones. Nunca supimos si por tener un recuerdo gratis de una experiencia maravillosa o por venganza. El caso es que de vez en cuando aparecía una habitacion "decorada" sólo con los marcos. Los operadores de mantenimiento encargados de comprobar el estado de las instalaciones, nunca reportaron tal cosa como una incidencia, y se limitaban a comentar el extraño gusto del responsable de la decoración del hotel, que adornaba las paredes con marcos vacíos. A algunos de ellos les gustaba el resultado y solían imitar esta técnica en sus rudimentarias viviendas, aunque luego reconocían sentirse decepcionados al comprobar que los marcos vacíos no lucían igual en sus casas de barro.

La llegada de las multinacionales en general y del turismo en particular, deberían aportar al personal local referencias para salir de la burbuja en la que conservan tradiciones contradictorias. Con la misma naturalidad con que se tutean con los avances tecnológicos, dan por ciertas y seguras determinadas supersticiones que en casos extremos pueden costarles la vida. Afortunadamente, la mayoría de las veces y en estos contextos quedan en situaciones anecdóticas al menos desde nuestro punto de vista. En cierta ocasión llegó a nuestro hotel de Zanzíbar un cliente con una pierna ortopédica. Una mañana, la camarera llamó a su puerta para entrar a limpiar, y como el cliente se encontraba en la ducha no la escuchó. Volvió a llamar y abrió la puerta con su llave. Se encontró con la pierna ortopédica de pie al lado de la cama. Para colmo, se trataba de un modelo muy avanzado, de color y formas exactas a la de una pierna natural. La pobre camarera huyó a los gritos avisando a todo el que pudiera oírla y entenderla que en aquel lugar se hospedaba el diablo. No hubo forma que en lo sucesivo se atreviese a limpiar aquella habitación, ni siquiera luego de ver al cliente con la pierna en acción.

En esa misma zona son típicos unos primates cuyo nombre en inglés es bushbaby. (Por cierto, a ver si alguien les cambia al menos la primera palabra del nombre). En castellano se los llama gálagos. Los nativos locales consideran que este animalito es una encarnación del diablo y los combaten hasta matarlos. Cosa complicada llegar a un país con estas supersticiones tan arraigadas e intentar explicar que ese acto es una crueldad hija de la ignorancia. Las personas con ciertos estudios reconocen lo absurdo de estas cuestiones pero no se encuentran con fuerza para combatirlas, al menos en masa. Pero con la misma lucidez me preguntaban porqué en muchos hoteles de Europa no existen las habitaciones con el número 13, e incluso hay edificios que numeran los pisos omitiendo el número de la "mala suerte". Ante tal confrontación uno sólo puede admitir que la inteligencia en el mundo permanece constante, pero que sin embargo cada vez somos más. Pueden reputarse algunas supersticiones como inofensivas, pero si somos capaces de gestar y absorber ciertas cuotas de ignorancia, por muy neutras que sean, nada nos garantiza que un mal día no nos hagamos eco de alguna tradición dañina.

Ciertamente, el desafío de viajar o trabajar en culturas completamente diferentes a la nuestra, hoy no pasa por el desplazamiento o el exotismo, sino por la comprensión y asimilación del medio en el que nos toque desenvolvernos, ya sea como turistas, viajeros o trabajadores. En mantenimiento uno trata de difundir buenos hábitos que en definitiva suman para todos. En otras áreas, se enseña a la gente a cuidar la higiene, a utilizar determinados utensilios o herramientas, a organizar sus vidas y hasta modificar su dieta. Pero todo ello ha de ir siendo incorporado a sus vidas con naturalidad, mansamente, como dos ríos que corren paralelos y se acercan lentamente hasta mezclar sus aguas.

En todo esto mucho ayuda el turista que llega con los ojos y el espíritu abierto, consciente de que no está en una cápsula estéril lejos de los mosquitos y las carencias regionales, que acepta lo que recibe tal como viene y se interesa en los porqué de cada cosa. Y si el café está más frío o más fuerte del que toma en Madrid o Roma, si hoy en lugar de pizza hay sambusa o en vez de paella feijoada, es un costo irrisorio que valdrá la pena pagar sólo por ver y palpar de cerca la realidad de una sociedad que a lo mejor tiene un mensaje para darnos.

Ya no presumiremos de haber conocido a los massai. En parte, porque ya mucha gente los conoce y no es noticia.

Pero fundamentalmente, porque los entenderemos mejor.

Y cuando uno entiende, sabe.

Y cuando sabe, no presume. Disfruta.

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