miércoles, 7 de diciembre de 2011

El amor en tiempos de mis padres.

Mis abuelos maternos tuvieron cinco hijos, un varón -que falleció siendo aún bebé- y cuatro mujeres. Así, no había perspectivas de que el apellido de mi abuelo perdurase al menos un par de generaciones, teniendo en cuenta que en Argentina no se llevaba hasta hace bien poco el apellido materno y los dobles apellidos siempre fueron reservados para una aristocracia mal avenida. Sin embargo, al nacionalizarme español se me incorporó el apellido materno resucitándolo al menos por algún tiempo, lejos de la intención original de mi abuelo, pero vivo al fin y al cabo.

Quedando mi abuelo rodeado de cinco mujeres, supongo que tendría especial celo en analizar a fondo la catadura del personal masculino que se acercaba a su casa. Digamos ya mismo que en los años a los que me refiero mis abuelos vivían en el campo, en una casa típica del interior argentino, desprovista de todas las comodidades imaginables. Techos altos, ventanas inmensas, puertas precarias, suelo y paredes de estuco, favorecían la entrada del viento, la lluvia y el frío hasta el punto de hacer inútil el combatirlos. El baño, catedráticamente llamado el excusado, se encontraba alejado una veintena de metros de la casa -indefectiblemente de arquitectura cuadrada o rectangular- y consistía en una casucha de madera de descarte que hacía las veces de parapeto contra las miradas ajenas. Ni hablar de inodoro ni placa turca. Un oscuro agujero que comunicaba con el infierno era el receptor de todas las necesidades por aquella época innombrables. Para más detalles, véase el comienzo de la película Shrek.

Los otros dos elementos próximos a la casa eran el galpón, un almacén de chapa en los que se guardaban los aperos, herramientas y utensilios de labranza, y el tanque de agua en el que se depositaba el agua extraída del pozo cuya bomba era accionada por un molino de viento. La casa tendría dos entradas que daban a un único local rectangular en el que se desarrollaba la vida hogareña, la cocina-comedor-salón-living, apto para alojar familiones los domingos o la peonada de las épocas de la siembra y la cosecha, los llamados con todo acierto "peones golondrina". Imagino que en esas temporadas mis abuelos permanecerían más alertas que nunca al ir y venir de sus hijas, ajenas ellas en su inocencia y esplendor a cualquier requerimiento o intención de los temporeros.

Los sábados se organizaban los "bailes recreativos", y todo el personal de la zona lucía sus mejores galas acaso para dejar claro que no sólo eran trabajadores, sino que había madera de galán para cualquier dama que ofreciese oportunidad de acercamiento. No obstante, para conseguir la gloria de un baile hacía falta contar con el beneplácito de la madre de la dama, reservándose el padre el derecho a veto, el cual era definitivo e incuestionable.

Las fiestas eran amenizadas por grupos de músicos expertos en pasodobles, rancheras y valses, en los que tenía especial protagonismo el acordeón, y las más exitosas eran las de los lecheros, acaso porque eran el nexo de unión entre la gente de campo, donde ellos recogían la leche, y la de la ciudad, que era donde la vendían. No pocas veces se improvisaba una carpa, se la llenaba de sillas de metal frías como el hielo, y se mal regaba el piso de tierra para que el alboroto del baile no levantara una polvareda insufrible. Organizadas con una precisión de profesional, nunca faltaba de nada y ni siquiera la lluvia podía con ellos. Lo tenían todo tan calculado que aunque la fiesta se montase en el campo en medio de la nada, invariablemente era en un cruce de caminos para que nadie se perdiera... al menos para llegar, porque al salir la cosa podía complicarse.

En uno de esos bailes mis tías y mi madre fueron conociendo a sus futuros maridos. Mi tía, la mayor de las hermanas, fue abordada a la tierna edad de 15 años por el que luego se convertiría en el primer yerno de mis abuelos. A día de hoy me cuesta entender cómo mi tío consiguió que mi abuelo le concediera visitar a mi tía, siendo que las normas por aquel entonces eran de una rigidez prusiana. Los trámites no eran sencillos. Había que requerir a la dama para un baile, ella miraba a la madre para conseguir la aprobación, ella asentía y confirmaba el veredicto con el padre, y si no había negativa expresa se entendía que se autorizaba el baile en cuestión, que si bien permitía la colocación de una mano sobre la cintura, mantenía un casto espacio de separación entre los dos bailarines. Los muchachos solían invitar a bailar cuando la música que estaba sonando era más movida y tenían más posibilidades de ser aceptados. En este sentido, el fox-trot era particularmente exitoso, mientras que los valses se reservaban ya para parejas que oficialmente estaban noviando.

Se solía coincidir "casualmente" en dos o tres bailes seguidos, y al cabo de los mismos si se continuaba obteniendo permiso para bailar, se solicitaba autorización para visitar a la niña en su casa. La visita era normalmente los domingos por la tarde y allí estaban presentes hasta el gato, impidiendo en todo momento que el visitante y la hija festejada se quedase no ya solos, sino con menos compañía de las que permitían las sillas dispuestas en círculo alrededor de la mesa descomunal. El candidato hablaba con todo el mundo menos con la visitada, seguramente pasando los estrictos controles a los que era sometido por el padre, la madre, las hermanas, algún abuelo, alguna tía, un vecino comedido y dos amigas de la familia.

Allí estaría pues mi tío, empachado de mate y tarta de campo, tratando de encontrar la forma de encarar a mi abuelo para ser declarado oficialmente novio de la hija mayor. Un domingo se quedó después de la hora de las visitas y habló con mi abuelo como quien solicita se le conmute la pena de muerte. Porque todo lo que tenía de bueno mi abuelo lo tenía también de intimidatorio, más para aquel jovenzuelo que se ganaba la vida en la calle repartiendo leche quién sabe con qué métodos. Mi abuelo le hizo un análisis a fondo de sus intenciones, lo embadurnó de condiciones y le dio su consentimiento, mientras detrás de la puerta de la habitación las hermanas pegaban la oreja tratando de descubrir lo que se trataba.

Tiempo después la que seguía en la lista de casaderas era mi tía, pero ya hemos hablado sobre el desafortunado exceso verbal que condenó al candidato al olvido y a mi tía a una santa soltería. Le llegó el turno a la tercera hija y, cómo no, el pretendiente era también lechero. Pasó los mismos trámites que el primer novio oficial, pero asesorado por éste llevó bastante mejor el asunto. Era dueño además de un sentido del humor liviano y fácil que le simplificaba las cuestiones formales. Casi al mismo tiempo llega el último aspirante a novio, hermano del anterior por parte de madre, a requerir la atención de la hija más pequeña. Para entonces la hija mayor ya se había casado y hasta tenía hijos. Los domingos por la tarde aquello tenía que ser como un circo, con novios hablando siempre de lo mismo día tras dia, criaturas llorando, el calor asfixiando o el frío congelándolo todo, el olor inconfundible de la cocina a leña y la luz amarillenta de un farol a querosén.

En el buen tiempo de primavera y las noches de verano que aliviaban del calor de la tarde, sumados a la confianza que habían ganado los novios por sus propios méritos y por las referencias externas que llegaban a la casa, las parejas conseguían el visado para salir al patio a hablar de sus cosas, vigilados desde dentro por la policíaca mirada materna. Se asumía que una vez que se concedían momentos de "intimidad", el control era ejercido por la madre... por si acaso, ya que el padre había confiado en el novio hasta el punto de permitirle ausentarse del bullicio familiar para estar a solas -relativamente hablando- con la hija. También para esto había cierto formalismo. El punto de encuentro de las primeras conversaciones a solas se situaba justo delante del tanque de agua, perfectamente visible desde cualquier ventana de la casa. Llamaremos a este lugar posición uno. Se ganaba este derecho tanto por la validez del novio como la antigüedad con la que frecuentaba a la novia. Por lo tanto, se deduce claramente que mi tío tomó la delantera y mi padre tuvo que hacer horas extra con mi abuelo en la cocina, aguantando mansamente su oportunidad de ser autorizado a ir al patio con su novia.

Cuando el comportamiento de la pareja que se encontraba fuera delante del tanque de agua era aprobado, conseguían el derecho a pasar detrás del mismo tanque, posición dos, liberando así la posición uno para el novio que aún estaba dentro haciendo méritos con los futuros suegros. Por lo tanto, mi padre sería el principal interesado en que mi tío acumulara méritos suficientes para ser habilitado a ocupar la posición dos y él tener acceso, al menos, a la posición uno con mi madre. Por un motivo u otro, las parejas consiguieron sus propósitos de compartir aquellos momentos a solas, una en cada extremo del tanque de agua en el que se dormía la noche, y el yerno único volvió a la época de ser el que se quedaba dentro a darle conversación a los suegros. Al casarse mis tíos mis padres fueron ascendidos a la posición dos y pasaron a noviar detrás del tanque, dejando libre la posición uno para el que llegase después. No olvidemos que aún quedaba mi tía soltera, cuya determinación de soltería era firme aunque nadie sabía cuánto. Hoy ya podemos confirmar que lo era hasta el fin.

Todas estas imágenes me han sido transmitidas por unos cómplices de lujo, mis primos, hijos de mi tía mayor, que por aquel entonces estarían más entusiasmados en fastidiarles los buenos ratos a sus tías que en hacer algo útil con su infancia. Sin embargo, risas más o risas menos, nunca fueron desmentidas por los involucrados. En mi propia niñez, se seguía hablando de aquellos tiempos en términos que aún a mis seis o siete años yo encontraba cándidamente graciosos. Por ejemplo, para referirse a que una chica estaba saliendo con un chico pero que aún no había formalizado el noviazgo, se utilizaba la inexplicable expresión "fulanita afila con meganito". Si el novio cometía la imprudencia de decir o hacer algún gesto poco galán, se decía que "se estaba propasando". Si una pareja se besaba en público eran "unos cochinos" y la reputación de las damas podía quedar por los suelos como llegaran de noche a casa. Cualquier chica que tuviera más de dos novios -y no digo simultáneamente- ya era "una loca". Si el chico era el que tenía más de dos o tres novias, entonces era un mujeriego que se dedicaba a corromper a las buenas chicas, a las que simplemente usaba.

No voy a decir la obviedad de que los tiempos han cambiado. Más bien, me gustaría saber qué clases de comportamientos tienen hoy mis hijos que dentro de cuarenta años serán susceptibles de ser comentados con la misma mirada con la que hoy analizamos las costumbres de mis padres. De qué cosas se reirán o de qué se avergonzarán. Cómo las contarán y qué pensarán sus hijos o sus nietos. En estos últimos minutos, detecto que casi todo lo que recuerdo y puedo contar sobre estos asuntos del amor en blanco y negro tiene mucho que ver con la paciencia, la insistencia, el sacrificio al que estaban dispuestos mis padres y mis tíos sólo por disfrutar un poco de ternura de vez en cuando, con la promesa de un futuro feliz. Desde ese punto de vista al menos, no hay mucha diferencia con mis tres hijos mayores, cada uno de ellos con sus parejas de los que me llegan cálidas referencias desde lejos.

El tanque de agua de pronto se ha convertido en un océano, el patio en un continente, la ventana por la que miraba mi abuela es una pantalla de ordenador, y yo no vigilo a ninguno de ellos como policía.

Apenas me asomo de vez en cuando para saber si son felices y si saben hacer felices a quienes los merecen.

Casi lo mismo que me exijo a mí mismo.

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