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"Así
se le fue pasando el tiempo, entre el coloso de Rodas y los
encantadores de serpientes, hasta que su esposa le anunció que no
quedaban más de seis kilos de carne salada y un saco de arroz en el
granero.
-¿Y
ahora qué quieres que haga? -preguntó él.
-Yo
no sé -contestó Fernanda-. Eso es asunto de hombres.
-Bueno
-dijo Aureliano Segundo-, algo se hará cuando escampe.
Siguió
más interesado en la enciclopedia que en el problema doméstico, aun
cuando tuvo que conformarse
con una piltrafa y un poco de arroz en el almuerzo. «Ahora es
imposible hacer nada -decía-. No puede llover toda la vida.» Y
mientras más largas le daba a las urgencias del granero, más
intensa se iba haciendo la indignación de Fernanda, hasta que sus
protestas eventuales, sus desahogos poco frecuentes, se desbordaron
en un torrente incontenible, desatado, que empezó una mañana como
el monótono bordón de una guitarra, y que a medida que avanzaba el
día fue subiendo de tono, cada vez más rico, más espléndido.
Aureliano Segundo no tuvo conciencia de la cantaleta hasta el día
siguiente, después del desayuno, cuando se sintió aturdido por un
abejorreo que era entonces más fluido y alto que el rumor de la
lluvia, y era Fernanda que se paseaba por toda la casa doliéndose de
que la hubieran educado como una reina para terminar de sirvienta en
una casa de locos, con un marido holgazán, idólatra, libertino, que
se acostaba boca arriba a esperar que le llovieran panes del cielo,
mientras ella se destroncaba los riñones tratando de mantener a
flote un hogar emparapetado con alfileres, donde había tanto que
hacer, tanto que soportar y corregir desde que amanecía Dios hasta
la hora de acostarse, que llegaba a la cama con los ojos llenos de
polvo de vidrio y, sin embargo, nadie le había dicho nunca buenos
días, Fernanda, qué tal noche pasaste, Fernanda, ni le habían
preguntado aunque fuera por cortesía por qué estaba tan pálida ni
por qué despertaba con esas ojeras de violeta, a pesar de que ella
no esperaba, por supuesto, que aquello saliera del resto de una
familia que al fin y al cabo la había tenido
siempre como un estorbo, como el trapito de bajar la olla, como un
monigote pintado en la pared, y que siempre andaban desbarrando
contra ella por los rincones, llamándola santurrona, llamándola
farisea, llamándola lagarta, y hasta Amaranta, que en paz descanse,
había dicho de viva voz que ella era de las que confundían el recto
con las témporas, bendito sea Dios, qué palabras, y ella había
aguantado todo con resignación por las intenciones del Santo Padre,
pero no había podido soportar más cuando el malvado de José
Arcadio Segundo dijo que la perdición de la familia había sido
abrirle las puertas a una cachaca, imagínese, una cachaca mandona,
válgame Dios, una cachaca hija de la mala saliva, de la misma índole
de los cachacos que mandó el gobierno a matar trabajadores, dígame
usted, y se refería a nadie menos que a ella, la ahijada del duque
de Alba, una dama con tanta alcurnia que le revolvía el hígado a
las esposas de los presidentes, una fijodalga de sangre como ella que
tenía derecho a firmar con once apellidos peninsulares, y que era el
único mortal en ese pueblo de bastardos que no se sentía
emberenjenado frente a dieciséis cubiertos, para que luego el
adúltero de su marido dijera muerto de risa que tantas cucharas y
tenedores, y tantos cuchillos y cucharitas no era cosa de cristianos,
sino de ciempiés, y la única que podía determinar a ojos cerrados
cuándo se servía el vino blanco, y de qué lado y en qué copa, y
cuándo se servía el vino rojo, y de qué lado y en qué copa, y no
como la montuna de Amaranta, que en paz descanse, que creía que el
vino blanco se servía de día y el vino rojo de noche, y la única
en todo el litoral que podía vanagloriarse de no haber hecho del
cuerpo sino en bacinillas de oro, para que luego el coronel Aureliano
Buendía, que en paz descanse, tuviera el atrevimiento de preguntar
con su mala bilis de masón de dónde había merecido ese privilegio,
si era que olla no cagaba mierda, sino astromelias, imagínense, con
esas palabras, y para que Renata, su propia hija, que por
indiscreción había visto sus aguas mayores en el dormitorio,
contestara que de verdad la bacinilla era de mucho oro y de mucha
heráldica, pero que lo que tenía dentro era pura mierda, mierda
física, y peor todavía que las otras porque era mierda de cachaca,
imagínese, su propia hija, de modo que nunca se había hecho
ilusiones con el resto de la familia, pero de todos modos tenía
derecho a esperar un poco de más consideración de parto de su
esposo, puesto que bien o mal era su cónyuge de sacramento, su
autor, su legítimo perjudicador, que se echó encima por voluntad
libre y soberana la grave responsabilidad de sacarla del solar
paterno, donde nunca se privó ni se dolió de nada, donde tejía
palmas fúnebres por gusto de entretenimiento, puesto que su padrino
había mandado una carta con su firma y el sello de su anillo impreso
en el lacre, sólo para decir que las manos de su ahijada no estaban
hechas para menesteres de este mundo, como no fuera tocar el
clavicordio y, sin embargo, el insensato de su marido la había
sacado de su casa con todas las admoniciones y advertencias y la
había llevado a aquella paila de infierno donde no se podía
respirar de calor, y antes de que ella acabara de guardar sus dietas
de Pentecostés ya se había ido con sus baúles trashumantes y su
acordeón de perdulario a holgar en adulterio con una desdichada a
quien bastaba con verle las nalgas, bueno, ya estaba dicho, a quien
bastaba con verle menear las nalgas de potranca para adivinar que era
una, que era una, todo lo contrario de ella, que era una dama en el
palacio o en la pocilga, en la mesa o en la cama, una dama de nación,
temerosa de Dios, obediente de sus leyes y sumisa a su designio, y
con quien no podía hacer, por supuesto, las
maromas y vagabundinas que hacía con la otra, que por supuesto se
prestaba a todo, como las
matronas francesas, y peor aún, pensándolo bien, porque éstas al
menos tenían la honradez de poner un foco colorado en la puerta,
semejantes porquerías, imagínese, ni más faltaba, con la hija
única y bienamada de doña Renata Argote y don Fernando del Carpio,
y sobre todo de éste, por supuesto, un santo varón, un cristiano de
los grandes, Caballero de la Orden del Santo Sepulcro, de esos que
reciben directamente de Dios el privilegio de conservarse intactos en
la tumba, con la piel tersa como raso de novia y los ojos vivos y
diáfanos como las esmeraldas.
-Eso
sí no es cierto -la interrumpió Aureliano Segundo-, cuando lo
trajeron ya apestaba.
Había
tenido la paciencia de escucharla un día entero, hasta sorprendería
en una falta.
Fernanda
no le hizo caso, pero bajó la voz. Esa noche, durante la cena, el
exasperante zumbido de la cantaleta había derrotado al rumor de la
lluvia. Aureliano Segundo comió muy poco, con la cabeza baja, y se
retiró temprano al dormitorio. En el desayuno del día siguiente
Fernanda estaba trémula, con aspecto de haber dormido mal, y parecía
desahogada por completo de sus rencores. Sin embargo, cuando su
marido preguntó si no sería posible comerse un huevo tibio, ella no
contestó simplemente que desde la semana anterior se habían acabado
los huevos, sino que elaboró una virulenta diatriba contra los
hombres que se pasaban el tiempo adorándose el ombligo y luego
tenían la cachaza de pedir hígados de alondra en la mesa. Aureliano
Segundo llevó a los niños a ver la enciclopedia, como siempre, y
Fernanda fingió poner orden en el dormitorio de Meme, sólo para que
él la oyera murmurar que, por supuesto, se necesitaba tener la cara
dura para decirles a los pobres inocentes que el coronel Aureliano
Buendía estaba retratado en la enciclopedia. En la tarde, mientras
los niños hacían la siesta, Aureliano Segundo se sentó en el
corredor, y hasta allá lo persiguió Fernanda, provocándolo,
atormentándolo, girando en torno de él con su implacable zumbido de
moscardón, diciendo que, por supuesto, mientras ya no quedaban más
que piedras para comer, su marido se sentaba como un sultán de
Persia a contemplar la lluvia, porque no era más que eso, un
mampolón, un mantenido, un bueno para nada, más flojo que el
algodón de borla, acostumbrado a vivir de las mujeres, y convencido
de que se había casado con la esposa de Jonás, que se quedó tan
tranquila con el cuento de la ballena. Aureliano Segundo la oyó más
de dos horas, impasible, como si fuera sordo. No la interrumpió
hasta muy avanzada la tarde cuando no pudo soportar más la
resonancia de bombo que le atormentaba la cabeza.
-Cállate
ya, por favor -suplicó.
Fernanda,
por el contrario, levantó el tono. «No tengo por qué callarme
-dijo-. El que no quiera oírme
que se vaya.» Entonces Aureliano Segundo perdió el dominio. Se
incorporó sin prisa, como si sólo pensara estirar los huesos, y con
una furia perfectamente regulada y metódica fue agarrando uno tras
otro los tiestos de begonias, las macetas de helechos, los potes de
orégano, y uno tras otro los fue despedazando contra el suelo.
Fernanda se asustó, pues en realidad no había tenido hasta entonces
una conciencia clara de la tremenda fuerza interior de la cantaleta,
pero ya era tarde para cualquier tentativa de rectificación.
Embriagado por el torrente incontenible del desahogo, Aureliano
Segundo rompió el cristal de la vidriera, y una por una, sin
apresurarse, fue sacando las piezas de la vajilla y las hizo polvo
contra el piso. Sistemático, sereno, con la misma parsimonia con que
había empapelado la casa de billetes, fue rompiendo luego contra las
paredes la cristalería de Bohemia, los floreros pintados a mano, los
cuadros de las doncellas en barcas cargadas de rosas, los espejos de
marcos dorados, y todo cuanto era rompible desde la sala hasta el
granero, y terminó con la tinaja de la cocina que se reventó en el
centro del patio con una explosión profunda. Luego se lavó las
manos, se echó encima el lienzo encerado, y antes de medianoche
volvió con unos tiesos colgajos de carne salada, varios sacos de
arroz y maíz con gorgojo, y unos desmirriados racimos de plátanos.
Desde entonces no volvieron a faltar las cosas de comer."
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De "Cien años de soledad", Gabriel García Márquez.
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